Esperanza Ruiz | 07 de junio de 2020
El hombre que vive al margen de la Fe ve el deseo físico como un fin en sí mismo. Tras alcanzarlo, el abismo. Sin embargo, el deseo con una finalidad mayor, sobrenatural, consigue parecerse a Dios.
La ninfa Sálmacis se enamoró perdidamente del hijo de Hermes y Afrodita, Hermafrodito. Este la rechazó y, mientras se bañaban en un lago de Caria, ella lo abrazó fuertemente pidiendo a los dioses que no se separaran jamás. Los cuerpos se soldaron y ya nunca fueron dos, sino una sola forma doble. Por eso hoy llamamos ‘hermafrodita’ al organismo que reúne los dos sexos en un mismo individuo. ¿Se imaginan no tener que abrir un Matsu, admirar al otro o entregarte en espíritu para copular? ¿Qué son los dioses griegos, milenials?
Esta nefasta solución por parte del Olimpo no sorprende; en el mundo grecolatino, la concepción del hombre, de la mujer y del matrimonio es muy pobre. Sin embargo, en el judeocristiano se ve sublimada por la Revelación. Y Dios -que está interesado en lo eterno, más que Sálmacis y yo juntas-, además, no nos quiere aguar la fiesta. Así que nos regala Gen 2,24 («Y serán los dos una sola carne»), pero nos deja con nuestra feminidad y con su masculinidad. Sin embargo, la precisión bíblica de «una sola carne» nos obliga a mirar la plenitud y profundidad de esta unidad. En el Cantar de los Cantares se hace una exaltación del amor conyugal y, en general, en el Antiguo Testamento, del eros. El cristianismo no viene a erradicar el eros, sino a complementarlo con el ágape. A dotarlo de orden, propósito, comunión y trascendencia.
La búsqueda o deseo de Dios subyace en la posesión física de otro ser humano. El hombre que vive al margen de la Fe ve el deseo físico como un fin en sí mismo. Tras alcanzarlo, el abismo. Bien lo sabe Proust. O Tristán e Isolda, para los que su amor perdura hasta que se consuma la pasión. Sin embargo, el deseo con una finalidad mayor, sobrenatural, consigue parecerse a Dios.
El escritor Léon Bloy (1846, Francia) dedica una serie de cartas a la que sería su tercera mujer, Jeanne, una danesa protestante que se convierte al catolicismo, y que son recopiladas por la editorial Nuevo Inicio bajo el título Cartas a mi novia. El espistolario es de una belleza sobrecogedora, pero a Bloy hay que saber leerle. Conocerlo, por tanto. Una mirada cínica a sus escritos nos hablaría de un trastornado, una personalidad bipolar -lo de atormentado ya nos lo dice él- y se quedaría en la superficie, con la poderosa prosa del autor y su intransigencia hacia el mundo.
Cartas a mi novia
Léon Bloy
Nuevo Inicio
200 págs.
19€
Hay, por tanto, que ser Bloy para que su lectura arrase tu corazón, sacuda tu alma y devuelva a ambos al mismo sitio pero ya nunca iguales. Y para ser Bloy no es necesaria una inteligencia prodigiosa, una visión preclara de lo divino o saberse acreedor de una misión cuasi corredentora. Basta con haber vivido el tipo de sufrimiento -físico, psíquico o espiritual (en Bloy convergen)- cuya única esperanza es la fina hebra que conecta con un Dios que guarda silencio.
La escritora estadounidense Flannery O’Connor sentía que Bloy era el iceberg de su Titanic. Y deseaba que la hiciera añicos.
Con este panorama, Jeanne Molbech comienza a recibir cartas de aquel hombre extraño al que conoció «en circunstancias de muerte», regresando de un funeral. Al preguntarle a su amiga que quién era él, esta le respondió: «Un mendigo».
Ese mendigo tenía 43 años e importantes obras literarias, entre las que destaca El desesperado, a sus espaldas.
El acto sexual es un acto religioso y cuando ocurre sin Dios es un acto vacíoFlannery O’Connor, escritora
A lo largo de la relación epistolar, Bloy abre su corazón a Jeanne, porque encuentra en ella el amor que redime su devastación. «Viviremos juntos como elegidos, de amor y de inteligencia. Nuestra vida será un poema de pensamientos sublimes…». La carga poética y amorosa de las cartas es tan intensa que una no tiene más remedio que ir a buscar una fotografía de Jeanne, imaginándola la más bella de las mujeres, merecedora de paroxismos de amor. Y resulta que la destinataria de las promesas de Bloy [“Te llevaré donde jamás tu habrías podido ir… haré nacer en ti pensamientos que te lanzarán a desconocidos encantos”] es tan solo un alma que acoge las miserias de su amante y se entrega sin reservas al hombre naturalmente triste que la ama con pasión desmedida.
Si bien C. S. Lewis explicaba que una mujer ha de estar tan cerca de Dios que un hombre no tenga más remedio que perseguirlo para alcanzarla, en este caso es Bloy quien advierte a Jeanne. «Yo vivo en el Absoluto y en el Amor, hay que ser muy generosa y muy fuerte para seguirme», sin dejar de tratarla en ningún momento como a una igual […será un libro de una audacia extrema, y me sería imposible explicártelo si fueras una mojigata o una inteligencia mediocre].
Léon Bloy, en las pocas alusiones al sexo en sus cartas, dice que «el amor sexual es una chiquillada divina, una exquisita y recíproca delectación que supone, hasta cierto punto, la providencial ascensión de la carne sobre el espíritu». Ahora es Bloy el que estaría de acuerdo con O’Connor: «El acto sexual es un acto religioso y cuando ocurre sin Dios es un acto vacío».
Ninguno de ellos sería desmentido por Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas est.
La versionada canción “Hallelujah” de Leonard Cohen relata la conocida historia del rey David, un piadoso hombre de Dios que se enamora de Betsabé, una mujer casada, y se acuesta con ella. En una de las estrofas, David se lamenta de que Betsabé le haya arrancado un Hallelujah (alabad a Yahwé), que él solo destinaba a Dios. Betsabé le contesta que qué más da un Aleluya sagrado o uno roto.
Si Betsabé no hubiera estado desposada y su amor con el rey David hubiera sido lícito, además de evitar el dolor y la concatenación de pecados (recuerden las vicisitudes de Urías), tendría razón. ¿Qué más da un Hallelujah piadoso que uno expresado a través del ser amado en el vínculo establecido por Dios?
El escritor -y compañero en eldebatedehoy.es– José F. Peláez dice que leer a Bloy es como si te hablaran, a la vez, Quevedo, Unamuno, el profeta Baruc y un personaje de Dickens. Por mi parte, creo que, si entendemos todo lo anterior, el eros y el ágape, el don de sí mismo y la trascendencia que no niega la carnalidad, las cartas de Bloy a Jeanne -una oda a la ternura- se podrían leer como si de una novela sicalíptica se tratara.
Hungría ha elaborado un plan de choque para incentivar la natalidad que incluye incentivos económicos y de conciliación familiar que ya están dando buenos resultados.
Hoy cumplo treinta y seis años pero no tengo miedo. Ahora la muerte se me antoja un lugar acolchado, la puerta necesaria para alcanzar la claridad.