Ricardo Calleja | 07 de agosto de 2020
El único fundamento para una alegría que resista a la tragedia es un amor más fuerte que la muerte. Vale la pena vivir, y por tanto sufrir, incluso ese padecer supremo del fallecimiento de un padre.
En Una pena en observación, C.S. Lewis recoge sus notas de los días que siguieron al fallecimiento de su esposa, confesadas a un cuaderno a medio usar que tenía por casa. La historia previa de su fugaz matrimonio con una enferma terminal de cáncer es el tema de Tierras de Penumbra, la película protagonizada por Anthony Hopkins (para evitar la frustrante búsqueda en Netflix-HBO-Amazon, adelanto que está disponible en Filmin). Siempre he pensado que esas notas en directo mientras sangraba la herida es lo mejor que he leído sobre el amor, porque habla de un amor que solo tras la prueba se revela más fuerte que la muerte. Y porque está escrito desde la posición de un observador totalmente parcial: el superviviente. Lo específicamente humano solo puede describirse desde dentro de la experiencia íntima. Que tiene algo universal, pero también en cierto modo incomunicable, salvo para Aquel que sondea nuestro espíritu.
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Este prólogo me sirve de manto de pudor con el que cubro mis propias observaciones sobre la pena de perder a mi padre, pero más aún sobre la alegría de estas semanas. Más en concreto, sobre la convivencia de ambos sentimientos.
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En los días finales de la vida de mi padre —una complicación inesperada y fulminante de un cáncer que se estaba curando— y en el trance de la muerte y los ritos subsiguientes, experimenté una pena indecible, un dolor que por momentos se abría al abismo nihilista de tontear con la idea de que para acabar así es mejor no amar, no ser. Supongo que nada que no haya experimentado cualquier otro huérfano. Pero a la vez fueron los días en los que he sentido más paz y, de algún modo, también los más felices de mi vida. Esto quizá no es tan común.
Cuando le expliqué esto al párroco de casa de mis padres (¿de mi madre?), me advirtió que no me hiciera el duro. Tuve que insistirle: «Descuide, que he llorado sin resistencia». En algún momento con gemidos que —decía mi hermano, medio en broma— brotaban del fondo de la tierra. Lo digo sin pudor, aunque tampoco diré más.
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Esta vivencia choca de modo frontal con nuestras nociones de andar por casa de la felicidad. Me refiero a la idea vulgarmente utilitarista de que el cálculo de la felicidad pondera en un platillo el dolor y en otro el placer, que arrojan un sumatorio final positivo o negativo. Una de las características que potencian el placer es su «pureza», es decir, que no se ensucie con la escoria del dolor.
Desde el punto de vista psicológico, esta descripción de la experiencia humana es de una tosquedad psicópata. Por supuesto, la literatura especializada conoce mil matices. Aquí no hay espacio para detallarlos. Lo que está claro es que —con metáfora mecánica muy limitada—, de algún modo, dolor y alegría pesaban en compartimentos estancos: eran verdadero dolor, y profunda alegría. Pero no se ignoraban mutuamente.
Este tipo de situaciones genera perplejidad tanto teórica como existencial, pues el sujeto que sufre y goza es solo uno, y las manifestaciones fisiológicas de las emociones casi siempre son unívocas y, por lo tanto, excluyentes. Aunque es significativo —y consolador— que pueda llorarse de pena y de alegría a la vez. Quizá sea el único modo que tengamos de vivenciar con una cierta unidad esos contrastes afectivos que de otra manera nos condenarían a una especie de esquizofrenia de estados sucesivamente contradictorios (algo de esto también sucede).
Por supuesto, más allá del fenómeno fisiológico del llanto, hay formas más elaboradas de lograr esa misma fusión: pienso en la música y el canto y en otras expresiones artísticas.
Obviamente, dada nuestra condición desfalleciente, una propuesta de felicidad que no fuera capaz de integrar las fricciones, el sufrimiento, el mal, la muerte, tendría muy poco que aportarnos. Más aún, sería (es, de hecho, para tantos) una fuente estructural de frustración.
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Esta mezcla de lágrimas dulces y amargas, aunque capta algo fundamental de la experiencia humana, y desde luego de mi experiencia de estos días, podría descarrilar si se reduce a una especie de maniqueísmo afectivo. Una cosmogonía que diera al dolor y al gozo la misma radicalidad, como dos principios contrapuestos que se entrelazan eternamente creando esto que llamamos existencia humana.
Este maniqueísmo no sería en último término más que un nihilismo endulzado de vitalismo, que apenas levanta el vuelo rasante de la resignación, pues tan solo retrasa la hora de la nada.
La única manera de que convivan la alegría y la pena sin que medie engaño es que la alegría sea lo radical, y la pena algo transitorio. Y esto, también cuando la pena es tal que desencaja los huesos y el alma. Para eso, la causa de nuestra alegría debe ser más radical que el motivo de nuestro dolor.
Pero de poco serviría una simple afirmación ontológica del bien que se tradujera en un imperativo moral de ser feliz a pesar de las contrariedades más o menos tremendas. Con Aristóteles podemos decir que no estamos obligados a nada que antes no hayamos deseado. Aunque, efectivamente, en la vida hay momentos donde hay que agarrarse a una verdad no sentida, pero de la que la razón o la fe dan testimonio.
En cualquier caso, la alegría en observación de la que aquí hablo no es ese tipo de alegría que descubre la luz de la luna y las estrellas detrás de un cielo encapotado, o que espera la salida del sol tras la tormenta. Es la paz y la alegría que se siente junto al dolor de la muerte del padre, sin anularlo.
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La alegría y la pena son reacciones afectivas a sucesos que solo adquieren valor en la trama narrativa de nuestra vida. Nuestra capacidad de configurar esa narrativa es limitada. No podemos dejar de ser quienes somos, ni podemos alterar el pasado, ni configurar el futuro a voluntad. La unidad narrativa de nuestra vida es un ideal del que no podemos escapar y, a pesar de toda nuestra capacidad de autoengaño, esa unidad solo es posible si la historia que nos contamos es veraz. Pero aun así, en algunos sentidos decisivos podemos alterar el relato de nuestra existencia (y por tanto el valor relativo de los acontecimientos), mediante el perdón o la promesa.
En términos narrativos, la radicalidad del bien de la vida y, por tanto, de la alegría sobre el desasosiego se traduce en aquel canto de nuestros soldados: la muerte no es el final.
Si la muerte no es el último episodio de mi vida, entonces mi historia —aunque los hechos tuvieran la objetividad que les otorga la ciencia— es muy distinta. Y también lo es la historia de mis seres queridos, y la historia de mi relación con ellos. La separación no tiene por qué ser la última palabra. Al sufrimiento de ver a alguien padecer y desaparecer le puede acompañar la alegría.
Pero, ¿cómo vamos a convencernos de algo que no podemos constatar empíricamente, es más, que contradice la experiencia inapelable de la muerte? ¿No será esta alegría esperanzada una secreción generada por una triquiñuela narrativa que estimula el órgano de la esperanza, ese apéndice erógeno que la evolución nos proporciona como incentivo para la perpetuación de la especie a costa de la verdad del individuo?
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La experiencia de la muerte de mi padre me ha hecho entender de modo más patente aun la simpleza del individualismo proyectivo moderno: la idea de que nos hacemos a nosotros mismos —excluida la materia prima biológica— y que el mundo echa el cierre el día que nuestras neuronas dejan de agitarse. Son días en que uno experimenta que cada persona viene de antes, y sigue después. Me refiero a la supervivencia del individuo en el altar de los dioses domésticos, en las estatuas de la memoria cívica, o en su reintregración en el cosmos.
Este modo de trascender —tan presente en las culturas tradicionales, pero tan ridículo cuando se formula en el lenguaje de nuestro emotivismo— me parece ahora mucho más serio que hace unos meses. Es, desde luego, un modo real —no un deus ex machina narrativo— de afirmar la permanencia de la persona tras la muerte física, un modo de tenerla presente y así poder consolarse en las tristezas de la ausencia.
Pero no hace justicia a la existencia individual. La persona no sería sustancia, sino accidente. Un momento de un «todo» superior sujeto a las veleidades de la desmemoria, la ingratitud y el furor iconoclasta, que son también parte de la vida familiar y política. Esta forma de trascendencia solo retrasa el momento de la muerte real, como en ese ultramundo kitsch de Coco. Y esto contradice no solo nuestra «autoestima metafísica», sino ante todo nuestra experiencia del vínculo con las otras personas, nuestra vivencia del amor como promesa para siempre.
Esa experiencia que es la única que puede darnos prenda de la vida futura.
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El único fundamento para una alegría que resista al drama y a la tragedia es un amor más fuerte que la muerte. Experiencia existencial que nos permite tocar el fundamento ontológico de nuestras vidas. Aunque lo viviéramos solo una vez, por un instante. Como en aquella escena maravillosa de El séptimo sello, en la que Antonius Block relaja su gesto atribulado y declara con gesto eucarístico que ese momento de amistad «es como una revelación» que recordará con delicadeza solemne, como quien sostiene un cuenco rebosante de leche (mi amigo David Guijarro me confió durante el velatorio que mi padre siempre le recordaba a Max Von Sydow en esa interpretación).
Es esta una experiencia al alcance del agnóstico caballero cruzado, que es también la afirmación fundamental de los creyentes que —dice san Juan— «hemos creído en el amor». Pero no es una tierra de nadie entre esos dos mundos, sino más bien una servidumbre de paso que la fe abre —sin recelos— a todos los que buscan. Puede sonar condescendiente, pero con qué vocabulario se expresaría el amor del escéptico sin toda la producción literaria, visual y musical a la que ha dado vida el amor creyente.
La experiencia del amor transforma la vida, reorganiza nuestro material biográfico —por desastroso que parezca— en una historia en la que el mal sufrido o realizado no tiene la última palabra. Una historia en la que hacemos el descubrimiento inapelable de que vale la pena vivir, y por lo tanto sufrir, incluso ese padecer supremo de la muerte de un padre, de un esposo, de un amigo. Y no resignadamente, sino con alegría pacificadora.
Porque un amor que no es eterno, seguro, inmarcesible, puede hacer de salvavidas, pero no es tierra firme. Un amor que nos engañara haciendo que bajemos la guardia ante el filo cortante de la muerte sería una broma macabra.
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Retrasar la corrupción inevitable es algo muy propio del conservadurismo escéptico. Pero, para ser sincero, si vamos beber la copa del nihilismo, me resulta indiferente alargar nuestros sorbos mientras dura el hielo o apurar el cáliz con decisión. La alternativa se reduce a dos esteticismos: cuestión de gustos y de cuna. Buen tema para una película o una novela. Pero no el fundamento de una alegría que conviva incólume con la pena.
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El otro día comenté por Whatsapp con Ferran Toutain que, después de unos días de recoger condolencias y tantos testimonios sobre mi padre, se acercaba el momento que describe Borges al comienzo de El Aleph, que Totain me calificó como la mejor descripción que se ha hecho de la muerte de un ser querido:
«La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación».
Yo me consagro a la memoria de mi padre, en estricta aplicación del cuarto mandamiento, promoviendo y difundiendo necrológicas, homenajes y recuerdos. Quizá la familia, la ciudad y las instituciones a las que sirvió sean capaces de conservar su memoria, e incluso de ampliar el surco hondo y ancho que dejaron sus pasos. Pero es inevitable que la leyenda del personaje desdibuje a la persona; que el tiempo erosione la huella de muchos de sus pasos en la arena.
Pero a mí lo que me alegra es la esperanza humilde de que, al margen de este alargamiento intramundano de su vida, su alma luce inmortal, a la espera de volver a dar vida a su cuerpo, porque pudo decir con san Pablo: «He combatido el noble combate, he llegado a la meta, he conservado la fe».
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Pero insisto, la paz y la alegría que tuvimos estos días no era el resultado psicológico de sacar conclusiones de esta verdad que confieso, por muy consoladora que resulte («como mi padre resucitará y espero que yo también, ya lo veré en un futuro indeterminado y para siempre»). Era por sí misma un don inmediato, gratuito. Un don que no soy capaz de comunicar con palabras, pero sí invocar para todos cantando: dona nobis pacem!
«La pandemia ha sido una oportunidad para estrechar la relación con la familia y reflexionar sobre lo fugaces que podemos llegar a ser todos», afirma el psicopedagogo y mediador Fernando Arranz.
Según el psicoanalista Jean Pierre Winter, la figura del padre está siendo borrada de la cadena histórica y cultural de una descendencia cuyos vínculos desean erradicarse. Asistimos a su okupación.