Armando Pego | 08 de marzo de 2020
Los sacramentos de servicio, matrimonio y orden sacerdotal sufren los ataques de quienes no soportan aquello a lo que remiten. Al principio y al fin, al alfa y al omega, a la Creación y a su Juicio.
Los acalorados debates de los últimos años en torno las condiciones de acceso a la comunión y al mantenimiento o no de la disciplina del celibato sacerdotal en la Iglesia Católica parecen haber pasado de puntillas sobre el fundamento escatológico de la existencia cristiana.
Suele repetirse que la letra mata y el espíritu da vida. Con esta contraposición, san Pablo desplegó el contraste teológico entre la ley y la gracia. Paradójicamente, una sociedad hiperlegalizada como la nuestra aspira a garantizar la libertad de sus ciudadanos, sancionando hasta la más mínima parcela de su vida mediante reglamentos y protocolos cada vez más detallados. ¿Pretende vivificar hoy la letra un espíritu ausente?
Parece que, al declarar que lo protege, solo la ley otorga la plena posesión de un derecho. Da también la impresión de que el espíritu, como si se hubiese vuelto rígido, necesite de la ley para poder cumplir su función liberadora. Es habitual que, en las épocas nominalistas, desaparecidos los universales, se asigne solo a las excepciones la fuerza de jurisprudencia, civil o canónica.
No debiera sorprender que los dos sacramentos católicos llamados de servicio -el matrimonio y el orden sacerdotal– estén bajo una presión extraordinaria. En su crisis no está solo en juego la dimensión antropológica, política y moral de la naturaleza humana. Como un último dique, en ellos se retiene y queda salvaguardada, bajo un asedio cada vez más estrecho y asfixiante, su condición trascendente.
En la Modernidad, las tradicionales potencias del alma -entendimiento, memoria y voluntad- se han visto transformadas en facultades de la razón. Aunque se haya intentado armonizar la posición entre inteligencia y sentimiento, allí donde se entabla el combate decisivo entre ciencia y ética, la finesse d’esprit que Pascal proclamaba ha ido quedando reducida a una autenticidad cuya sola invocación parece justificar cualquier acción. Como si fuéramos adictos, necesitamos cada vez que la dosis de las emociones sea más fuerte para poder seguir sintiéndonos vivos. Experimentamos, luego existimos.
En el cristianismo moderno la evolución de esta tendencia ha llevado a dar por buena que, sin emociones ni sensaciones, la fe individual no puede perseverar. Aislados en una sociedad consumista, necesitamos sentirnos especiales. Sin embargo, no debe olvidarse que para el cristiano no existe como sola vocación un lugar, sino un imperativo: “Sígueme”.
Durante siglos, el bautismo se dio por descontado, de tal modo que hemos llegado a considerar los diferentes carismas como las auténticas vocaciones personales. En los Ejercicios Espirituales, Ignacio de Loyola prefería tomarlas como los medios de hacer elección. En sociedades poscristianas, difícilmente puede admitirse que haya elecciones de estados definitivas y que no puedan compaginarse.
El matrimonio y el sacerdocio remiten al principio y al fin, al alfa y al omega, a la Creación y a su Juicio. Cristo, Sumo Sacerdote, Esposo de la Iglesia. Ambas instituciones no son atacadas por la tarea y/o la función que desempeñan, a las que ya se les tiene asignada una nueva significación, ni tan siquiera por lo que representan, sino por aquello que testimonian: el Edén y la Jerusalén Celeste. Dos símbolos tan poderosos no pueden sino provocar el furioso deseo de profanarlos en un mundo inmanente; es decir, de vaciar su realidad de cualquier sentido espiritual.
La vida matrimonial y la sacerdotal son ya el viático de otra patria que anticipan en sus formas sin agotarla
El matrimonio y el sacerdocio están sujetos a todas las perversiones y a todos los escándalos imaginables, como comprobamos a diario. Su realidad está caída con evidencias escandalosas. No obstante, no son realidades de la Caída. Es esta naturaleza suya la que resulta intolerable. “Dios los bendijo, y les dijo Dios: «Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla»” (Gen 1, 28). “Y no habrá maldición alguna. Y el trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le darán culto” (Ap. 22,3). Nuestro mundo no acepta fuera de él salvación alguna. Por eso ofrece la liberación de todo límite a quienes se sujeten a él.
En el cruce entre tiempo y eternidad, con la vista alzada hacia el Jardín de las Delicias o el Cenáculo del Jueves Santo, la vida matrimonial y la sacerdotal son ya el viático de otra patria que anticipan en sus formas sin agotarla. Proceden de una fuente que las sobrepasa. Según su estado, solo pueden cumplir su misión mediante la práctica de lo que abomina y desprecia la época actual: los consejos evangélicos. Ante el hecho ineluctable de nuestra caída, ¿no se prefiere aceptar como la más solícita misericordia el consumo analgésico de cuantos sacramentos sean necesarios?
En medio de tantas dudas, suelo regresar a uno de los últimos sermones de Bernardo de Claraval al Cantar de los Cantares: “Son palabras del Señor: no está permitido dejar de tener fe. Crean los que no experimentan, para que con el mérito de la fe alguna vez alcancen el fruto de la experiencia”. Es larga la espera.
El nombramiento de Joan Planellas Barnosell como arzobispo de Tarragona ha quedado empañado por las informaciones falsas vertidas por los que preferían otro prelado para la diócesis.
Dorothy Day es infinitamente pertinente no solo para cambiar la imagen de la Iglesia y de la santidad en la imaginación de la gente, sino también para proponer el camino indicado por el Papa.