Jaime García-Máiquez | 08 de mayo de 2020
El miedo al coronavirus ha reabierto la discusión sobre cómo tomar la comunión. Recibirla en la boca de manos del sacerdote es el fruto en la Iglesia de una profunda devoción a la Eucaristía.
La COVID-19 ha hecho desaparecer un buen cúmulo de problemas, que resurgirán algún día, y ha sacado a relucir otros. En el seno de la Iglesia, se ha reabierto la interesante discusión sobre tomar la comunión en la mano, cuya autorización oficial cumple el 19 de mayo cincuenta y un años, al ser algunos sacerdotes –por criterios sanitarios- obligados a obligarnos a comulgar de esta forma.
A los ojos de cualquiera, parecería un tema menor, pero teniendo en cuenta que la Eucarística (Jesús en cuerpo, sangre, alma y divinidad) es el nucléolo del núcleo del sentido de la misa, por tanto de la Iglesia, por tanto del mundo, este pequeño ritual íntimo que nos fusiona a Ella –quiero decir, a Él- vale infinitamente más que ese fastuoso elemento químico al que llamamos oro. Sacerdotes y obispos confiesan que, cuando se habla en los congresos eucarísticos del tema de la comunión en la mano, resurge «una guerra de la Eucaristía».
Algunos piensan que se comulgó en la mano durante el siglo II y aún más en el III y IV, e incluso hasta el IX. Hay una hermosa cita atribuida a san Cirilo de Jerusalén (315-386) de la que echaron mano retrospectivamente, como asidero de un arqueologismo pío, los defensores de esta forma de comulgar: «Acercando por lo tanto, no avance con las palmas de las manos separadas, ni con los dedos aparte; fabrique con la izquierda un trono para la derecha ya que esta mano está a punto de recibir al Rey. Haciendo el hueco de palma, reciba el Cuerpo de Cristo, añadiendo Amén. Entonces con cuidado santificando los ojos tocándolos con el Cuerpo santo, tómelo, asegurando que usted no pierde ningún de ello. Ya que si pierde alguno, claramente sufriría una pérdida, como era, de uno de sus propios miembros. ¿Dígame, si alguien le diera el oro en polvo, no le tomaría usted con cada cuidado posible, asegurando que no pierde ningún de ello o sostiene alguna pérdida? ¿Entonces no será mucho más cauteloso asegurar que una miga no desaparece del que es más precioso que el oro o piedras preciosas?».
San Cirilo dedica más de la mitad del texto a que los nuevos convertidos tuvieran cuidado con las «migajas» del Pan, donde –como sabrá el lector- la Iglesia piensa que también está Cristo. Algunos sacerdotes han hecho pruebas con hostias sin consagrar, demostrando (a simple vista con guantes negros o con macrofotografías) que, en gran parte de las comuniones, en la mano queda alguna partícula del pan en la palma, que inevitablemente se pierde.
Estas «migajas» tienen cierta bibliografía en la historia de la iglesia. Tertuliano (Ca. 160-220), san Hipólito (Ca. 170-236), Orígenes (185-254) o san Efrén (Ca. 306-366) llamaron la atención sobre el cuidado que había que tener al comulgar. San Efrén decía expresivamente: «Una partícula de sus migas puede santificar a miles de miles». Todos estos Patriarcas de «las migajas de Dios», Profetas de la patena, lo que vienen a indicar es el extremo cuidado con el que se debe recibir la Eucaristía. En este contexto, con qué emoción y responsabilidad resuenan aquellas palabras de Cristo: «Recoged los trozos que han sobrado para que no se pierda nada» (Ioh 6, 12).
Pero, paradójicamente, ¿no dejan de ser todos estos testimonios serias advertencias adherentes al problema de tomar la comunión en la mano? Hace poco, el obispo Atanasio Schneider y el profesor Michael Fiedrowicz, como ya lo hizo heroicamente Juan Rodolfo Laise, han puesto en duda incluso que históricamente la comunión en la mano se diera como nos han querido explicar: que «con la [mano] izquierda [se hiciera] un trono para la derecha» (san Cirilo dixi), querría decir que la mano impura cogería el Cuerpo de Cristo para ser comulgado, lo que «los Padres de la Iglesia encontrarían horroroso» (Schneider dixi).
Frente a esta contrariedad a contrapelo, ahora se prefiere contraatacar la contramano de san Cirilo, siendo la diestra el trono de la siniestra. Se hace contrapesando la contrarréplica de que más vale contrahacer una contraofensiva que contravenir un contrasentido. Hablo sarcásticamente en contrapunto de un tema de gravedad contrastada y, dada esta doble contradicción (por partida doble contrarrestada), diré que contra este cambio de manos no estoy en contra.
Lo más probable –volvamos a lo nuestro- es que la Hostia se dejara en la mano de los fieles sobre un paño, ante el cual «tenían que inclinar su cabeza y tomar el Sacramento directamente con sus bocas», escribe el obispo de Kazakstán. Es lo que se debería permitir a los que a partir de ahora se vean obligados a comulgar en la mano.
Schneider nos advierte: «Este gesto nunca se había conocido en toda la historia de la Iglesia Católica, sino que fue inventado por Calvino [los calvinistas no creían en la presencia real de Jesús, pero mantuvieron la comunión en la mano simbólicamente], ni siquiera por Martin Lutero», como a veces se ha dicho. San Buenaventura contaba de algunos sacerdotes de los siglos XI y XII que comulgaban con la lengua directamente de la patena por no atreverse a volver a tocar a Cristo tras la Consagración. El profesor de la Universidad de Sevilla Pablo J. Pomar Rodil me recuerda que existen testimonios idénticos en la España del XVI.
Recibir la comunión en la boca de manos del sacerdote –padre que alimenta a sus hijos- es el fruto en la Iglesia de una profunda devoción a la Eucaristía: evita la terrible pérdida de fragmentos, dificulta los sacrilegios, las manos sin consagrar no tocan (todo el que toca «manosea») la Hostia consagrada. Jesús va directo del altar al alma, del alter christus que es el sacerdote al corazón de un fiel que lo recibe con el asombro de una boca abierta.
Lo resume bien un texto de santo Tomás de Aquino de la Suma teológica (Parte IIIa; Cuestión 82): «A este sacramento ninguna cosa lo toca que no sea consagrada (…). Por eso, a nadie le está permitido tocarle (…) De la misma manera que fue el mismo Cristo quien consagró su cuerpo en la cena, así fue él mismo quien se lo dio a comer a los otros; corresponde al sacerdote no solamente la consagración del cuerpo de Cristo, sino también su distribución». Me pregunto si no aumentarían las vocaciones si se evidenciara más la sacralidad personal del sacerdote.
Y así llegamos al 19 mayo de 1969, momento en que Pablo VI firma las Instrucciones Memoriale Domini e Immensae Caritatis, donde se enfatizó –«se exhorta calurosamente»- seguir comulgando de la manera tradicional (en lo Sagrado más que progresar hay que ascender), pero donde por primera vez en la historia se «toleró», se «indultó» (verbo indirectamente incriminatorio) tomar la comunión con la mano. Por primera vez, el hombre toma a Dios, no lo recibe. Lo reclamaron como excepción obispos de Bélgica, Holanda, Francia o Alemania, que en realidad ya lo estaban haciendo sin permiso del Papa. La petición, como se ve, llegó al Vaticano envuelta en papel de ultimátum.
Salió adelante en parte como una concesión posconciliar al ecumenismo, en un intento por acercar posturas con protestantes, anglicanos, luteranos o calvinistas, lo que sobra decir que no sirvió de nada. La licencia extraordinaria «a su conferencia episcopal», «bajo su juicio», «en su conciencia» –estoy citando textos del Memoriale– del «nuevo rito», se extendió al mundo entero, diócesis tras diócesis, con la velocidad de una pandemia china.
Mi postura está clara: es la de la propia Iglesia, que sigue recomendando la comunión en la boca –como solo la acabó ofreciendo Juan Pablo II– y a ser posible –como solo la acabó ofreciendo Benedicto XVI– de rodillas. A Jesús, que nos adora, se le debe adoración; y ante Dios el hombre solo es grande de rodillas. Es también la postura de la mayoría de los obispos católicos del mundo. El propio Pablo VI realizó en aquel momento una encuesta entre todos ellos y el 73,5 % votó en contra de permitir la comunión en la mano.
¿Qué pasó entonces?, ¿cómo salió adelante?, ¿cómo puede explicarse el éxito de un rito que supone un retroceso incontestable en respeto y piedad a lo más Sagrado?, ¿por qué no hay hoy en las iglesias comulgatorios?, ¿cómo puede siquiera insinuarse la obligación de comulgar en la mano?
Es un asunto de endiablada dificultad, que está muy presente en el clero y los fieles por miedo a la actual COVID. Llegados a este punto, hay que recordar –¿de verdad que hay que recordarlo?- que Jesús no es «contagioso» sino al contrario, y, si no, que se lo pregunten a Carlos Borromeo o Teresa de Calcuta. Me advierten que esta en una batalla perdida. Ya, por supuesto, es lo mismo que decían los de siempre al ver a Jesús muerto en la Cruz.
Pedro Sánchez sigue impartiendo lecciones y negándose a un diálogo sincero con quienes le han aprobado hasta ahora las prórrogas del estado de alarma. Ha tendido tantas trampas que ya no puede moverse sin pisar una.
Si abrimos el foco, el coronavirus está generando «otras curvas» que pueden colapsar el sistema sanitario, la economía y hasta la propia democracia.