José Noriega | 08 de julio de 2020
Juan Pablo II reafirmó en su encíclica Evangelium vitae la doctrina sobre la dignidad de toda vida humana. Quien vive la familia no se escapa y entiende la plenitud en juego.
La publicación de la encíclica Evangelium vitae, en 1995, podría compararse a la célebre fotografía de Joe Rosenthal con la que inmortalizó a cinco marines levantando la bandera americana en la batalla de Iwo Jima. Juan Pablo II, en un contexto de gran debate, reafirmó la doctrina sobre la dignidad de toda vida humana, especialmente aquella que es frágil, clavando la bandera en la arena pública.
Veinticinco años después, esa batalla no se considera ya de interés, ni esa bandera significativa. Como un ejército vencido, parece que la Iglesia ha perdido la plaza pública y prefiere enarbolar banderas más sencillas.
Para entender la novedad después de 25 años, podemos fijarnos en dos películas recientes:
La forma del agua (2017, Guillermo del Toro)
Inquietante título. El agua no tiene forma propia, sino que se adapta a la de su recipiente. Detrás de la película está un preciso análisis sobre la sociedad líquida, carente de estructura y esqueleto. La fábula del amor entre Elisa y el anfibio humanoide quiere expresar que el amor es líquido, porque es un sentimiento individual, por lo que no se podría juzgar desde fuera: se justifica a sí mismo por el mero hecho de existir.
La respuesta de Juan Pablo II suena hoy más novedosa que entonces. En Veritatis splendor pone de manifiesto que la verdad libera la libertad, y la hace plenamente humana, porque es la verdad de un amor. ¿Quién no reconoce que hay amores falsos y amores verdaderos en la vida? Para distinguirlos, no basta que se dé el amor, ni apreciar lo que uno siente, sino que hay que verlos en acción: ¿es ordenable o no a la plenitud, a la felicidad? Con ello retoma una clave perdida: la que va de la acción a la felicidad. Y, de esta manera, muestra que los principios morales y los mandamientos que prohíben son primer paso hacia la felicidad y, por ello, garantía del amor.
Difícil es la situación que se le plantea al protagonista, pues quieren forzar su apostasía martirizando a otros. No se trata de fragilidad, sino de justificar teológicamente la apostasía, pues el jesuita oye una voz del Cristo que lo conmina a apostatar. Interesa la explicación que dio el P. Nicolás, anterior superior general de los jesuitas. Explicaba que cuando las situaciones eran especialmente complejas no había solo la solución de afirmar los principios, en el caso, no apostatar y aceptar el martirio. Se podía también elegir las personas y conculcar los principios. Así, ante situaciones muy duras, uno podría elegir las personas, y abortar, o eutanasiar, o volverse a casar. Y lo haría justificado por el mismo Dios.
La respuesta de Evangelium vitae muestra una nueva conexión, no ya la que va de la libertad a la verdad, sino también la que va del bien moral a la vida. Porque la Vida no es un factum, un hecho ante el que nos encontramos, sino un practicum, un modo de actuar y relacionarnos. No queremos simplemente vivir, sino vivir bien, vivir una vida humana. Vivir expresa un modo de acoger el don de la vida, propia y ajena, en orden a la plenitud.
El Papa puso en evidencia que hay acciones que por proponerse eliminar deliberadamente una persona son imposibles de ordenar a la vida plena. Lo que aquí importa no es el hecho de que una persona muera, sino de que muera porque otro se ha propuesto deliberadamente que esto suceda. Quien así obra, jamás podrá vivir una vida plena, ni acoger a Dios como fuente de la vida: niega al Creador. Por ello, afirmar a Dios, esto es, el primer mandamiento, es la garantía de humanidad, por lo que pide su aceptación radical. A su vez, el quinto mandamiento expresa la irreductibilidad del hombre a un objeto del que disponer, pues ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.
¿Dónde entender esto y vivirlo? Para el Papa, la respuesta era clara: en el Santuario de la vida, esto es, la familia. La eterna y estéril discusión entre pro choice o pro life esconde una cuestión previa: qué es la felicidad humana y qué sentido tienen los deseos que uno vive. La tragedia del aborto es incomprensible cuando se pierde el sentido de la sexualidad. ¿Hay algo más privado hoy en día que la sexualidad? Culturalmente, felicidad quiere decir un estado de satisfacción, ¿quién sería la iglesia para inmiscuirse? Pero ¿no es más bien la felicidad una plenitud de vida, una forma plena de actuar, de amar, de trabajar? Quien vive la familia no se escapa y entiende la plenitud en juego.
Hablar de vida plena es visto como un relato épico. La gente hoy no busca plenitud. Le basta sobrevivir, ya que no se siente capaz de más. Surge así la gran pregunta: ¿de qué es capaz el hombre? Con ella se quiere aclarar cuál es la medida del hombre, de su fuerza, de su inteligencia.
La respuesta de Juan Pablo II es clara: la medida del hombre no es su fragilidad, sino Cristo, quien por su Espíritu nos ha hecho partícipes de su luz y su fuerza. Juan Pablo II creía en el hombre porque creía en Cristo. Y así pudo levantar la bandera de la grandeza del hombre. Sí, es una bandera discutida. Y levantarla ayuda que se clarifiquen los corazones.
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