Patricia Santos | 11 de julio de 2019
Los sacerdotes asumen un tipo de entrega, distinta al matrimonio, que es incompatible con la vida en pareja.
El documento propone debatir que puedan ser ordenados sacerdotes varones indígenas, ancianos, aunque estén ya casados, por necesidades pastorales. Esta propuesta ha sido recibida por algunos medios como un “avance” de la Iglesia, más cerca ya de dejar que sus sacerdotes se casen si quieren. Como vemos, el planteamiento de las dos cuestiones es diverso. Una cosa es -como algo excepcional- ordenar hombres casados, y otra casar a sacerdotes.
No me corresponde debatir la conveniencia de la pastoral amazónica “de presencia” o “de visita”, aunque entiendo la preocupación que el problema de las distancias geográficas ha suscitado. Sin embargo, podemos recordar las razones por las que la Iglesia sigue manteniendo actualmente que sus curas no se casan. La encíclica de Pablo VI Sobre el celibato sacerdotal (1967) es quizá el documento contemporáneo de referencia sobre la cuestión.
San Juan Pablo II comenta estas enseñanzas en sus Cartas a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, especialmente las de 1979, 1995 y 1996, y en la Audiencia de 17 de julio de 1993. Estos documentos, además de bellos, son breves: pueden ser leídos aprovechando el tiempo en una sala de espera, un viaje en transporte público o en unos preciosos momentos de tranquilidad en casa. Aquí trataremos solo de responder a los que siguen proponiendo que los curas se casen desde alguno de sus razonamientos.
La cuestión de pedir que se permita a los curas casarse ha aparecido contemporáneamente a la grave crisis por los abusos sexuales dentro de la Iglesia. Parece, dicen algunas voces, que “si se permitiera a los sacerdotes contraer matrimonio estos sucesos terminarían”. Respetando la buena intención -si la hay- de este comentario, creo que todos los casados deberían alzarse para responder que el matrimonio no es ninguna terapia, sino una vocación muy específica. No todo el mundo puede vivir el matrimonio ni todos deben hacerlo.
El celibato no está necesariamente ligado a los abusos, pues estos obedecen a factores como la desocupación laboral o el fácil acceso y la inocencia de las víctimas
En el caso del sacerdote, no es que no pueda, es que ya vive otra entrega similar de disponibilidad total en lo afectivo, físico y espiritual, a todos. Una disponibilidad “24 / 7 / 365” que no resistiría ser compartida con una mujer con vocación al matrimonio, llamada a dar y recibir un amor exclusivo en una convivencia afectiva, física y espiritual, con la otra persona. Dos “disponibilidades totales” al mismo nivel son incompatibles; una acabará prevaleciendo siempre sobre la otra, con la decepción o frustración de los protagonistas de esas relaciones.
Por otra parte, la pedofilia está diagnosticada en el manual DSM-V (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales) de la Asociación Americana de Psiquiatría, apartado 302.2 (F65.4). Parece que, estadísticamente, las víctimas se encuentran entre un 80% y un 90% dentro del entorno familiar del agresor, ya que son las más fáciles de ocultar y llaman menos la atención. El celibato no está necesariamente ligado a ese perfil, mientras que otras circunstancias -además de la patología mental del agresor-, como la desocupación laboral, el fácil acceso a los niños y la vulnerabilidad afectiva e inocencia de las víctimas, son elementos típicos de esos tristísimos casos.
El otro “engaño” del argumento propuesto es que ya se ha probado que el 80% de las agresiones de pedofilia cometidas por sacerdotes se deben a su carácter homosexual, y no a su celibato. El matrimonio no “resolvería” este tipo mayoritario de agresiones sexuales.
Finalmente, el celibato es solo una dimensión de la vocación sacerdotal; al igual que la sexualidad es una dimensión de la vida matrimonial. Habrá momentos en que esa dimensión esté más presente, condicionando su forma de vivir, pero no definiéndola. Un sacerdote consagra su vida a Dios, a ejemplo de Jesús y sus apóstoles, dejando que Dios sea quien elija su familia, su casa, su misión pastoral. Un sacerdote entregado a su misión vive tan ocupado como un padre lo está por su familia. El Cura de Ars o Tomás Moro son claros ejemplos de lo que venimos comentando.
Su texto analiza qué ha pasado para que aquellos que habían sido llamados a guardar a “los pequeños” se hayan convertido en lobos.