Armando Pego | 12 de enero de 2020
Según Kierkegaard, no existiría herejía más espantosa que un cristianismo oficial que convierte a la Iglesia de Cristo en un aparato de funcionarios estatales.
El 11 de noviembre de 1855 moría Søren Kierkegaard, tras haberse negado, según se cuenta, a recibir los últimos auxilios espirituales de manos de su hermano, pastor de la Iglesia de Dinamarca. Entre mayo y septiembre de aquel año había mantenido una intensa polémica contra la cristiandad oficial de su país a través de colaboraciones en El Instante,» revista fundada exprofeso para continuar el duelo al que se había lanzado desde hacía un par de años y que agotó rápidamente sus fuerzas.
Al margen de los motivos circunstanciales que originaron el debate -la muerte del obispo Jacob P. Mynster, líder espiritual de Dinamarca durante medio siglo-, la tesis fundamental de Kierkegaard oponía la misión del cristianismo y la función que el Estado esperaba de él. Según Kierkegaard, no existiría herejía más espantosa que un cristianismo oficial que convierte a la Iglesia de Cristo en un aparato de funcionarios estatales que buscan calmar las ansiedades de esta vida y de la otra.
A juicio de Kierkegaard, la forma más peligrosa de indiferencia sería profesar una determinada religión “diluida y embrollada hasta la pura tontería, de modo que se puede tener esta religión de una manera totalmente desapasionada”. Un cristianismo tal ofrecería la felicidad -o la tranquilidad de espíritu- aquí, allí, donde sea, siempre que cotizase y agradase al mundo. Se arrogaría el papel de ser “testimonio de la verdad” con la confianza de estar a sueldo del Estado.
El debate de Kierkegaard no deja de ser actual, sobre todo ahora que ese modelo “de colaboración” agoniza con sus últimos estertores.
Conviene releer El instante por la clarividencia de una de las mentes más lúcidas en una época revolucionaria. Con increíble nitidez, aun sin entrar en detalles, Kierkegaard percibe el panorama de las consecuencias que los cambios sociales apenas iniciados en su tiempo están completando en este nuevo siglo. Con su lectura, como ocurre con las obras de Nietzsche, con las Memorias de ultratumba de Chateaubriand o con Literatura y Revolución de Trotski, uno parece asistir a la gélida descripción de los mecanismos de una implacable lógica narrativa que hoy en día está cerrando el capítulo último de una parte decisiva de su proyecto.
A Kierkegaard le escandalizaba la buena conciencia de los obispos de su país, cuya bonhomía no ponía en duda, por tomar sin recato en vano el nombre de Dios. No le indignaba tanto su supuesta hipocresía -que puede adoptar también la forma de silencio-, cuanto la sorpresa que manifestaban de que alguien pudiese cuestionarla. Le parecía blasfema que, con toda naturalidad, se considerase esa hipocresía el mejor testimonio de la verdad que podía darse en sus determinadas circunstancias.
Hoy, aun con sus excepciones honrosas, la libertad de enseñanza o la labor social de la Iglesia han visto reducida su efectividad a una mera filantropía que no basta para justificar la razón de ser del concierto de las escuelas cristianas o de la X en la casilla del IRPF, Llegados a este punto, para salvarse del previsible naufragio, cuando se toma el nombre de Dios en vano es inevitable que el siguiente paso, demasiado tarde, sea tomar el nombre del Pobre en mano. “No todo el que dice ¡Pobre!, ¡Pobre!, se salvará”.
El cristianismo se relaciona de otro modo con las cifras: un solo cristiano es suficiente para que sea verdad que el cristianismo existeSøren Kierkegaard
La pavorosa debilidad de la Iglesia como institución no se debe ni siquiera a sus equilibrios mundanos, sino a que el Estado en sus dimensiones globalizadas se ha percatado ya de que ninguna forma de “cristianismo oficial” tiene suficientes efectos sociales que oponerle, mientras conserva, aun debilitadas, unas resistencias a sus propias metas que podría ahorrarse perfectamente para avanzar en la consecución de un modelo diseñado como diametralmente opuesto a él. La ilusión de una religión universal -que, en todo caso, adoptaría la forma de un paganismo de Estado- es un puro espejismo para momentáneas transacciones. En la realidad política actual de las sociedades occidentales, las Iglesias cristianas están a punto de desvanecerse, por falta de fieles, por falta de vocaciones, por escándalos de todo tipo, pero sobre todo porque han creído poder poner a salvo aquellas riquezas que se apolillan mientras ha dado por descontados o reembolsables los bienes que no se acaban.
Decía Kierkeggard que, frente al Estado, “el cristianismo se relaciona de otro modo con las cifras: un solo cristiano es suficiente para que sea verdad que el cristianismo existe”. No es cuestión de individualismo o espiritualismo. Basta Cristo -cristiano absoluto, incomprensible, lo llamaba Léon Bloy– para que en Él el cristianismo exista. Kierkegaard insistió en que el camino es angosto y estrecha la puerta que lleva a la vida: “Fue una dura advertencia: lo confortable -lo que distingue a nuestro tiempo- no guarda ninguna relación con la bienaventuranza eterna”.
En la provocación que mantienen todavía intactas las ideas de Kierkegaard late la resistencia comprometida y encarnada en su instante de cualquier cristiano.
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