Jesús Montiel | 13 de octubre de 2019
Para el creyente no hay una frontera tajante entre la vida eterna y esta otra. Nada mejor, para vivir bien esta vida, que el horizonte de la eternidad.
Quien cree en la vida eterna no menosprecia esta otra precaria, frágil como una hoja otoñal. Es lo que se desprende de esta afirmación de Adrienne von Speyr: “No reconozco ninguna de las estrellas y en Historia siempre fui muy mala. Creo que estaba demasiado ocupada con mi entorno más inmediato, con las personas”. Una afirmación que pone patas arriba la ecuación por la que el desprecio de la realidad es el resultado de Dios. El desprecio del mundo de la materia, este de aquí abajo, por pensar en el que aún no se ha manifestado y es improbable. No obstante, a la mística y teóloga suiza, a pesar de su creencia, le interesaban más las personas que las estrellas, los enfermos que la asignatura de Historia.
La religión suele considerarse un analgésico. Opio, dijeron. Algo que desvía la atención y anula lo evidente. Pero ocurre, cuando la fe es auténtica y no es religiosidad, todo lo contrario. La fe transforma el ahora, y hasta lo mejora. La vida de Adrienne curando a los enfermos lo atestigua. Porque ella, una mística, esperaba a Dios tras la muerte, pero entretanto lo adoraba en lo concreto. Dios en una vida desagradable. La de los locos de Waldau, donde fue enfermera. Pero también la muerte de Maximiliano Kolbe, intercediendo por un padre de familia, la existencia de Teresa de Calcuta entre los más pobres de los pobres, la del padre Damián con los leprosos, la de san Juan de Dios o la de tantos hombres y mujeres con esa fe que es un seísmo y que fundaron hospitales, leproserías, orfanatos y lugares de estudio. No la fe de las procesiones y las velas a cambio de una curación repentina.
La fe, en estos casos, es una obra perfectamente demostrable. Empíricamente cierta. Al contrario que los programas electorales o las promesas de un líder carismático. El mitin del santo se escucha mirando sus días. Su púlpito es el prójimo. Una fe sin obras, dice Santiago, no es fe. Una fe sin lo concreto. Que no sepa expresarse en este mundo breve y destinado al fuego. Por el contrario, me remito a los hechos, los que solo creen en esta vida suelen amar los ideales. El prójimo se vuelve un votante o el rostro de un migrante remoto; la caridad, los euros destinados a una oenegé; el amor, un emoticono. La humanidad, la política, las distintas filosofías, da lo mismo.
Todos alejan la diana del amor. Nada más abstracto que el dinero o más inconcreto que la fama. La fe tiene carne, en cambio. La cercanía es su ecosistema, lo más vecino. Huele a sudor, es una estría o un dolor de muelas. Las cosas que no soporto de mi mujer. La imagen de Francisco de Asís arrojando por las ventanas las telas de su padre es la del creyente, que arroja las ideas, los conceptos, los planes, todo lo abstracto, y baja a la calle desnudo para abrazar a un leproso. Y es que Cristo fue muy concreto. Hasta entonces, los dioses habitaban lejos, eran estatuas. Cristo, su muerte, fue lo contrario de una idea.
No puedo parar de trabajar. Tendré toda la eternidad para descansarSanta Teresa de Calcuta
Es por eso, también, por lo que los contemplativos doblan las sábanas con la atención de un tedax, lavan los platos hasta que la luz puede mirarse en ellos como en un espejo, trabajan la tierra como si el menor movimiento fuese a detonar una mina. Para el creyente, entonces, no hay una frontera tajante entre la vida eterna y esta otra. El más acá es importante y cualquier acto de amor retrocede el infierno, que por otra parte ya esta derrotado. Nada mejor, para vivir bien esta vida, que el horizonte de la vida eterna. No es verdad que la creencia en el Cielo nos haga desatender esta realidad. Al contrario, se ama con más intensidad cada segundo y el tiempo se convierte en una oportunidad aunque la vida incluya el duelo, aunque lloremos.
Jesús Montiel (Granada, 1984) es profesor de Lengua y Literatura. Hasta la fecha ha publicado cinco poemarios que le han valido distintos reconocimientos, entre los que destacan el Premio Internacional Alegría y el Hiperión: Placer adámico (2012), Díptico otoñal (2012), Insectario (2013), La puerta entornada (2015) y Memoria del pájaro (2016).
Suya es la traducción de Resucitar, de Christian Bobin (Ed. Encuentro, 2017). Asimismo, ha publicado cinco libros de difícil clasificación, entre la narrativa, la poesía y el aforismo: Notas a pie de instante (Esdrújula, 2018), Sucederá la flor (Pre-Textos, 2018), El amén de los árboles (Esdrújula, 2019), Señor de las periferias (Pre-Textos, 2019) y Casa de tinta (Hiperión, 2019).
Muy pocos resisten a las transformaciones que va experimentando una biblioteca, que es un ser vivo. Alguien que ve un sistema planetario en unas motas de polvo es alguien que ama la vida y quiere comulgarla.
El truco para escapar de la costumbre es amar la costumbre. Entonces todo es nuevo aun siendo lo de siempre.