Jesús Montiel | 21 de junio de 2020
Un niño no viene al mundo equipado con la oración, es algo que se adquiere, un añadido. Él mira el mundo con los ojos de un cartujo antes del dios aprendido.
Retrocedo hasta la luz de mi primera habitación, cuando me acostumbraba al mundo. Recuerdo algunos muebles, la geografía de la casa. El patio de abajo, más allá del bosque de columnas blancas que había en el soportal. Con una fuente de piedra en medio donde mi hermana mayor, en una foto, me estrangula mientras sonríe. Estoy buscando mi primera oración. Me lo pregunto muchas veces: cuándo te hablé por vez primera, sin que me fueras enseñado. En qué momento apareciste.
Veo dentro de la casa a un niño de no más de seis años, pegado al cristal del balcón. Está mirando la nieve. Me acerco a él con sigilo, para que no se dé cuenta. Acaso Dios empieza así, me digo, con las mismas propiedades que esa nieve que miro desde mis cinco o seis años: breve, fluorescente, delicado. Acaso sea el viento que me asusta cuando camino de la mano de mi padre hasta el colegio. Quizá la exuberante presencia de los árboles, a cada lado. Cada planta o animal. Los infinitos cuerpos de los adultos, sus voces terribles, hechas de cemento. Es todo tan hiriente, me agrede todo con tanta brutalidad.
Ese niño que mira la nevada está rezando. Es un contemplativo. Entre él y la realidad no hay todavía razonamientos. Un niño está directamente en lo que mira, escucha lo que ve con sus ojos. Su oración no es una frase aprendida y pronunciada bajo las mantas, a la hora de dormir. Es algo anterior y más espontáneo. Una disposición amorosa hacia la vida. Él mira el mundo con los ojos de un cartujo antes del dios aprendido. Habla con las cosas porque las sabe con respiración. Aunque incompleto, el niño está presente en lo que hace, como el monje. Al niño no le hace falta ningún banquito de madera para rezar. Un niño no viene al mundo equipado con la oración. La oración es algo que se adquiere, un añadido. Pero mira como quiere ver quien reza siendo adulto. Sin planes ni pasado, vive en un presente con horizonte porque se sabe cuidado.
Tengo que desaprenderte, volver a esa primera contemplación, como al primer poema. Quemar todos los libros de teología para olvidar tus nombres y hablarte con un lenguaje refrescante. Nieve, pan, rostro, cielo: nombrarte así. Agua, cristal, mano. Ser ese niño que ve su silencio hollado y que lo observa todo con el asombro del primer hombre. Quizá el momento de la muerte sea como imagino ahora, asomado a mi primera infancia, mientras indago tu origen: el niño que mira la nieve desde el balcón se gira, me da la mano.
El amor es un niño pobre que se divierte toda su vida, cada jornada, con el mismo juguete. Si no amamos, necesitamos la novedad.
Vivir es mantener una llama sin que se apague. Aunque a tientas, borroso, en la más completa oscuridad, el hombre puede cultivar una luz.