Pablo López Martín | 21 de julio de 2020
La preocupación por los mayores y los más vulnerables durante estos meses parece corroborar que somos más conscientes de la fragilidad de la existencia. Son muchos los que se muestran agradecidos a la vida.
Durante estos últimos meses, se han publicado múltiples artículos sobre la vida, su valor, su significado y su límite. Vida y muerte coexisten. Somos más conscientes de la vulnerabilidad y fragilidad de la existencia. Como me decía una alumna, preguntada por lo que había aprendido en tiempos de pandemia: «Soy vulnerable, soy frágil; un pequeño virus parece más fuerte que yo». Cómo es posible que algo que amamos tanto, vivir, nuestra propia vida se nos escape desde que nacemos. ¿Puede sostenerse que la vida es un bien?
Hace 25 años, san Juan Pablo II publicaba su encíclica Evangelium Vitae. Su propuesta gira alrededor de esta afirmación: «La vida es siempre un bien. Esta es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón profunda el hombre está llamado a comprender». La experiencia humana elemental que nace de su vivencia más íntima, es decir, que no es fruto de un razonamiento o consecuencia de un discurso, no es otra que vivir es, en sí mismo, un bien. Al margen de cualquier otra consideración o análisis, el propio hecho de vivir no es un mal.
Tanto en un caso como en otro se corrobora un dato esencial, constitutivo de la experiencia humana más elemental. Muchos se muestran agradecidos a la vida, es decir, a la posibilidad misma de haber experimentado lo que significa estar vivo; al conjunto de vivencias que forman parte de su mismo ser y de la historia personal. La preocupación por la vida de nuestros mayores durante estos días y los distintos mea culpa entonados parecen corroborarlo. De pronto, la vida de los ancianos y las personas más vulnerables son fuente de atención. E, incluso, políticos de cualquier signo, en sus discursos, manifiestan ese deseo del bien intrínseco de la vida, con el fin de salvar el mayor número posible de ellas.
Ahora bien, ¿por qué nos cuesta tanto admitirlo? Junto con esta experiencia, observamos leyes surgidas del individualismo moderno y de la filosofía nihilista que niegan el valor de ciertas vidas humanas; o, desde posiciones utilitaristas o consumistas, clasifican la vida en útil o inútil según las posibilidades para poder disfrutar de ella, llegando a descartar aquellas vidas que se vuelven engorrosas, improductivas o inservibles (enfermos, mayores, etc…). Las circunstancias de la vida son, en algunas ocasiones, más determinantes que la vida en sí misma. Según sean las circunstancias, valoramos y juzgamos la vida. ¿Sigue siendo verdad la experiencia elemental? ¿Es siempre la vida un bien? ¿O las circunstancias son más determinantes?
La respuesta exige darse cuenta de un hecho: la creación, una cuestión ontológica. El hombre es un ser creado ahora. El acto de creación no es algo del pasado sino del presente. Como dice Alejandro Llano, «el mundo no fue creado en el pasado, sino que es creado en el presente. El mundo no fue sacado de la nada, es decir, de algo; el mundo es, ahora, sacado de la nada, es decir, de algo que no es de suyo nada». Toda vida es una novedad ahora. Y, dentro de lo novedoso, aparece la excepcionalidad de lo humano, su expresión máxima. Esta novedad manifiesta una predilección del creador, ya que cada uno es sacado de la nada; es querido por sí mismo; es único e irrepetible. No somos fabricados en cadena, ni reproducidos en una multicopista, somos creados por un acto de amor.
Por eso, la cuestión ontológica abre el espacio de la cuestión epistemológica: ¿cómo conocemos la novedad del ser ahora? La realidad nace de un acto de gratuidad, de un acto libre que no responde a ninguna necesidad o causa. Para el hombre moderno es un escándalo que algo se haya hecho sin que responda a un fin o utilidad. No hay ningún interés que pueda explicar la realización de este acto. En esto consiste la gratuidad, ya que su realización no responde a ninguna causa o razón, es como un regalo, un don dado. Es el fundamento último de lo real y pone al ser humano ante su factor constitutivo, es decir, ante su propio reconocimiento. Como dice Fabrice Hadjadj: «Lo gratuito es inepcia o don; es carencia de sentido o sentido en el amor. En los dos casos hay cierta locura, pero en el primero se está más acá de la razón y en el segundo más allá».
La comprensión de esta gratuidad se llama gratitud. El reconocimiento, primera forma de la gratitud, solo es posible si el hombre es capaz de advertir que el carácter donado de su ser le ha sido dado no para nada o en virtud de algo que después pueda exigir, sino por él mismo. Sin embargo, esa gratitud no nace de forma inmediata, sino que es necesario hacer un camino para que el hombre caiga en la cuenta de lo que él es ya que, como dice Hadjadj, «la gratuidad de lo absurdo le toma con frecuencia la delantera a la gratuidad del amor. No llegamos a reconocerlo».
¿Cómo hacer ese camino hoy? Mediante el testimonio, siendo testigos de esta verdad. La vida se presenta siempre como algo escandaloso y rompe las costuras del reduccionismo racionalista, una visión reducida de la razón que no es capaz de medirse con el don y se encierra sobre sí misma. Frente a esta cerrazón, debemos volver a las experiencias originarias, como hemos podido comprobar estos meses, para que se rompa el antifaz que cubre nuestros ojos y afirmemos lo que nuestro corazón no puede negar. Es el testimonio de la vida lo que puede mover la libertad del hombre, es decir, la experiencia de un corazón agradecido por los dones recibidos.
La explosión de la pandemia nos ha colocado a todos en una situación que no podíamos ni imaginar, lo que pone de manifiesto la necesidad de una reflexión seria y profunda acerca del valor de la vida.
Toda sociedad envejecida debe decidir si invierte en atención a los ancianos o si impulsa la eutanasia. Nuestro Gobierno social-comunista parece haber decidido que lo progresista es lo segundo.