Jesús Montiel | 24 de mayo de 2020
Hoy cumplo treinta y seis años pero no tengo miedo. Ahora la muerte se me antoja un lugar acolchado, la puerta necesaria para alcanzar la claridad.
A los siete años pienso a menudo en la muerte, cada noche. La muerte me produce un miedo espantoso. Es una constante durante mi infancia: la conciencia de que la vida puede romperse como una bailarina de porcelana. Ese pánico infantil ha ido atenuándose. Hoy cumplo treinta y seis años pero no tengo miedo. Ahora la muerte se me antoja un lugar acolchado, la puerta necesaria para alcanzar la claridad definitiva. Ya no soy ese niño que tiembla delante del futuro, en una habitación con tres hermanos. Ahora tiemblo de sorpresa en otra habitación rectangular y tan blanca como el vestido de un hada: la hoja de papel. Estoy más cerca de la muerte y cada día es una distancia más breve hasta lo desconocido. Pero mi vida nunca ha sido más pacífica que esta mañana, cuando cumplo treinta y seis.
Lo Ignoro casi todo. Pero de una cosa estoy seguro: nunca estamos solos. Cada hoja, cada rama, cada insecto, cada vida contiene una palabra. El mundo es una sintaxis, lo que alguien nos dice. Vivo dentro de ese lenguaje. El vaso que relampaguea en mi escritorio o mi mano con el sol encima, el mismo sol que fusila a los árboles recién despabilados. Todo está comunicándose. Alguien me habla desde las cosas. Entre las cosas. Una voz que no grita ni se impone. Educada, respetuosa. Qué bello es todo, pienso a veces. Qué cantidad de amor a cada instante. Cuánta ternura. ¿Nadie se da cuenta?
Antes del pánico, en sus primeros años de vida, ese niño que he sido sabe que nada puede pasarle. Está seguro, se siente protegido, no hay muerte ni culpa ni demonio. Es una confianza que brota de la experiencia. Sus correrías tienen sentido porque alguien vela por su vida, lo levanta si se cae. Unos brazos epilogan sus llantos. Cada pesadilla termina en una madre y un padre. Cada sed y cada hambre. No vive nada aislado. Su tiempo está orientado a un tú que lo acompaña. Es atendido. Mi vida va acercándose a ese niño primero que confía. Papá, diré al abrir los ojos.
Vivir es mantener una llama sin que se apague. Aunque a tientas, borroso, en la más completa oscuridad, el hombre puede cultivar una luz.
Para el hombre, la supervivencia no es un mero hecho físico ni económico, y no sale del todo vivo de la dificultad quien no lo puede contar.