Jorge Martínez Lucena | 28 de diciembre de 2019
Dorothy Day es infinitamente pertinente no solo para cambiar la imagen de la Iglesia y de la santidad en la imaginación de la gente, sino también para proponer el camino indicado por el Papa.
En su emotivo discurso en el Congreso de los Estados Unidos, el papa Francisco mencionó a cuatro americanos como modelos de vida: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton; los dos últimos, católicos y del siglo XX, además de muy desconocidos para buena parte de la Iglesia española.
Dorothy Day es ya sierva de Dios y son muchos los que querrían que no tardase en ser declarada santa. De hecho, es un referente ante muchos de los retos que nos plantea el mundo actual, donde las desigualdades crecen allende (Francisco) y todo se intenta afrontar desde una estrepitosa caída de las evidencias (Benedicto XVI). En nuestro país, hemos visto desdibujarse –cuando no liquidarse- los significados de muchas de las certezas a las que habíamos llegado históricamente, como la unidad del país, la paternidad como algo necesario, la sexualidad como vinculada al amor, la dignidad de la vida en todas sus diversas citas, el valor de la fragilidad, el bien que constituye el diferente, etc.
Este decaimiento de la razón también ha afectado a la comunidad eclesial, que en muchas ocasiones se ha dedicado más a defender las consecuencias de la fe que a mantenerla viva en la forma de una humanidad atractiva para el mundo. Como resultado de ello, se han cavado trincheras y nos hemos dedicado a desfondarnos en la mera confrontación de principios, olvidándonos de ser irrigados por la fuente que nos permitió reconocerlos como verdades.
Espejo de esta situación fue la entrevista en El Hormiguero a Santiago Abascal. En ella, Pablo Motos le decía al líder de Vox: “A vosotros os interesa mucho cómo viene la gente al mundo y cómo se va. Para mí la vida es lo que hay en el centro”. El mismo Abascal se defendió muy bien de esas acusaciones en pantalla. Sin embargo, los imaginarios sociales de la opinión pública acerca de la Iglesia, a la que supuestamente representaba el político, suelen subrayar que lo más importante para nosotros es el tema del aborto y el de la eutanasia, cuando, Evangelio en mano, la vida humana nos resulta digna en todas sus formas.
Es algo que se aprecia en la labor de Caritas y de tantas otras iniciativas de la sociedad civil católica preocupada por el pobre, el “sinhogar”, el discapacitado, el inmigrante, el “mena”, el refugiado, el drogadicto, el alcohólico, el parado, etc. Nombres como el de Jean Vanier, el beato Charles de Foucauld, santa Teresa de Calcuta, san Alberto Hurtado, san Óscar Romero, san Francisco, santa Clara, san José Oriol, san Julián, san Ignacio de Loyola, santa Joaquina Vedruna, etc. ilustran una milenaria tradición de compromiso con los más necesitados.
En cualquier caso, el peligro de convertir la religión en formas estéticas y normas de comportamiento que acreditan un determinado estatus social sigue vigente. Lo advierte el Papa constantemente y no pocas veces el Evangelio hablando de los fariseos, que tienden a poner barreras o muros entre ellos y los publicanos y las prostitutas. Es por ello que Francisco insiste en una “Iglesia pobre para el pobre”, y en que no debemos simplemente dar para el pobre sino también acercarnos a él, y compartir la vida con él, hasta el punto de aprender de ellos nuestra propia dependencia y fragilidad.
Por ello, un personaje como Dorothy Day es infinitamente pertinente no solo para cambiar la imagen de la Iglesia y de la santidad en la imaginación de la gente, sino también para proponer el camino indicado por el Papa. Ella, antes de su conversión al catolicismo, fue una precoz periodista de izquierdas que vivió en primera persona la vida bohemia e intelectual de Greenwich Village en los locos años veinte norteamericanos. Fruto de aquello, se intentó suicidar en dos ocasiones y abortó para que su pareja de aquel momento no la abandonase, lo cual hizo igualmente.
En la vida de Dorothy Day no había diferencia entre lo sagrado y lo profanoKate Hennessy, El mundo será salvado por la belleza
Se recuperó de la depresión en su casa de la playa de Staten Island –que pudo comprar gracias a la venta de los derechos cinematográficos de una novela a Hollywood-, en contacto con la naturaleza y la tranquilidad del mar. Y allí se enamoró y se quedó embarazada de su nueva pareja, Forster Batterham, un naturalista anarquista amante de la soledad.
Su hija Tamar fue el motivo de su conversión. No quería que su hija tuviese que atravesar la vida dando tumbos sin significado, como ella. Por ello, habiendo conocido en su vida a varios católicos, pidió su bautizo a una monja que se encontró por la calle, que posteriormente le hizo entender que, si debía dar una educación católica, también ella debía ser catequizada y recibir el sacramento. Aquel paso significó su entrada en la Iglesia, a la vez que la ruptura con su pareja –con quien se carteó toda la vida-, que no quiso casarse por convicciones ideológicas.
Dorothy Day se convirtió en una madre soltera católica que tenía que ganarse la vida trabajando como periodista, yendo de aquí para allá. El día de la Inmaculada de 1932, participando en la marcha por el hambre que asolaba los Estados Unidos tras el crac del 29 –organizada por los comunistas-, sobre la que debía escribir, se arrodilló en la Basílica Nacional de Washington y le pidió a la Virgen una compañía concreta para luchar por los valores sociales que siempre había defendido desde las enseñanzas de la Iglesia a la que pertenecía. Cuando llegó de vuelta a su apartamento de Nueva York, la estaba esperando Peter Maurin, un francés trotamundos que había leído sus artículos y que quería fundar un periódico para obreros con el respaldo de las enseñanzas sociales de la Iglesia y de la Rerum Novarum.
Meses después, se puso en la calle el Catholic Worker, una simple publicación con pocos recursos, que, por propia coherencia, originó un movimiento de acogida y formación de muchos vagabundos, parados y familias que vivían en la miseria en los Estados Unidos de la época. Su misión principal se podía resumir en la asunción de la pobreza voluntaria y en la puesta en práctica de las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.
A su muerte, el 29 de noviembre de 1980, Dorothy Day era oblata benedictina, había pasado breves periodos en la cárcel por defender el pacifismo y los derechos de los más vulnerables y marginados, capitaneaba un movimiento con cientos de casas de acogida y granjas extendidas por toda la geografía americana y ejercía como abuela de la numerosa chiquillada de su hija Tamar. Incluso cuidó diariamente, en la última fase de su enfermedad, a la pareja de Forster, el padre de su hija, hasta que esta murió, no sin antes pedir el bautismo. Como afirma Kate Hennessy, la pequeña de sus nietas, en la reciente biografía sobre su abuela titulada El mundo será salvado por la belleza: “En su vida no había diferencia entre lo sagrado y lo profano”.
Contra la opinión de muchos, Dorothy Day lo dijo muy claro en vida: “No soy una santa. No os desharéis de mí tan fácilmente”. Entender por qué lo decía es entender que ella rompe con el estereotipo de las santas, del mismo modo que Francisco intenta eliminar el estereotipo del católico aburguesado en el que muchas veces se nos encasilla o nos dejamos encasillar. El católico es alguien interesado por la vida en todos sus momentos y estados: por eso los pastores deben oler a oveja, los fieles deben estar en salida y es mejor una Iglesia accidentada que una Iglesia encerrada en sí misma.
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