Jesús Montiel | 29 de marzo de 2020
Hoy creo que Dios anida en nuestra torpeza. Que la debilidad es el cable de cobre por el que Dios viaja hasta nosotros.
Cualquier lugar puede ser una ermita. También un cuarto de baño. Este en el que estoy arrodillado frente a un icono de Cristo, estrecho y con una sola ventana. Debido a la pandemia, llevamos quince días enclaustrados en casa. Seis niños pequeños y dos adultos, en cien metros cuadrados. Un silencio preindustrial patrulla las calles, pero a este otro lado de la puerta, en casa, es menos abundante. Aun así, consigo momentos meditativos: de noche, durante la siesta o temprano, por la mañana.
Gracias, autor de las colinas y los mirlos, por esta iglesia en la que puedo adorarte. Minúscula, con un retrete y toallas tan blancas como los hábitos de los cartujos. Gracias por el escándalo que hacen mis hijos. Y también por el que escucho dentro de mí, cuando me callo. Pensamientos incontables, parecidos a partículas de arena o a nubes de insectos. Gracias porque todas estas amenazas son tu pedagogía.
Antes, siendo un idealista, pensaba que Dios vivía a salvo de la materia, que la materia era un estorbo para Dios, algo con lo que chocaba el espíritu. La carne. Hoy creo que Dios anida en nuestra torpeza. Que la debilidad es el cable de cobre por el que Dios viaja hasta nosotros. Uno descansa cuando se descubre débil, necesitado. Al darse cuenta de que no puede con todo, y lo confiesa.
Por eso me siento todos los días en mi banquito de madera. Es lo único que puedo hacer: aceptar esta envoltura torpe donde madura el espíritu. Asumir que mi retiro es un cristal muy delicado que los niños pueden hacer añicos a cada instante. La santa de Ávila, si no recuerdo mal, interrumpía sus éxtasis para preparar la comida. Es decir, no podemos prolongar nuestra oración para siempre: las obligaciones, tarde o temprano, acabarán irrumpiendo. Pero podemos hacerlo todo rezando.
Un cuarto de baño puede ser una ermita. Este del que salgo con mi banquito bajo el brazo, mientras uno de mis hijos se abraza a mi pierna. Pero también el tiempo, cualquier situación, por maleducada que sea. En realidad, cada día es una iglesia que profanamos con nuestras preocupaciones, nuestros deseos, nuestra incansable manía de controlar aquello que es impredecible. Cada segundo de nuestra vida.
Hay sucesos de nuestra vida, los más importantes, que nadie comprenderá por más que nos expliquemos.
El perdón no está de moda porque se asocia a la debilidad, cuando es al contrario: nunca soy más poderoso que cuando perdono.