Carmen Fernández de la Cigoña | 30 de junio de 2020
La explosión de la pandemia nos ha colocado a todos en una situación que no podíamos ni imaginar, lo que pone de manifiesto la necesidad de una reflexión seria y profunda acerca del valor de la vida.
La pandemia de estas primeras décadas del siglo XXI, más bien de la más acuciante actualidad, ha puesto de manifiesto muchas realidades que de alguna manera queríamos obviar o pasar por alto, precisamente porque la capacidad de adaptación del ser humano es casi ilimitada.
Pero esta capacidad de adaptación debería ser para mejorar, para hacer la vida del hombre cada vez mejor y, de alguna manera, más fácil. No debería ser una capacidad de adaptación que suponga una involución en todo lo que ha costado siglos conseguir en lo que se refiere a la vida, a la libertad y a la dignidad del ser humano.
Hace 25 años, el papa san Juan Pablo II volvía a alzar la voz en favor de la vida y de la libertad, especialmente de los más débiles. No porque las otras vidas no importaran, sino porque los más débiles necesitan una defensa mayor. Ponía de manifiesto muchas realidades incómodas entonces y advertía de un futuro preocupante para toda la sociedad. Hoy, veinticinco años después, podemos decir que hay una serie de temas en los que no hemos avanzado mucho y que las palabras del Papa, por desgracia, han resultado proféticas.
«Opciones antes consideradas unánimemente como delictivas y rechazadas por el común sentido moral, llegan a ser poco a poco socialmente respetables». «El resultado al que se llega es dramático: si es muy grave y preocupante el fenómeno de la eliminación de tantas vidas humanas incipientes o próximas a su ocaso, no menos grave es el hecho de que a la conciencia misma le cueste cada vez más percibir la distinción entre el bien y el mal en lo referente al valor fundamental mismo de la vida humana».
Estamos convencidos de que el factor fundamental para medir el desarrollo y el progreso de los pueblos y de las naciones debería ser el respeto a la vida humana que se diera en ellos. Sin embargo, la época actual lo mide en desarrollo científico y tecnológico, que estaría muy bien si estuviera al servicio de la vida. De la vida de todos. Pero lo que comprobamos, como a anunciaba el Papa, es que ese progreso en muchas ocasiones solo sirve para agrandar más la brecha entre la vida de unos y las de otros.
La situación que denunciaba el Papa hacía referencia a muchas perspectivas. El peligro de la vida en las situaciones más precarias, la paradoja de convertir delitos en derechos, la confusión y la difuminación de los conceptos de bien y mal en lo que a la defensa de la vida se refiere, la decadencia moral de la sociedad, por cuanto los bienes y los valores fundamentales son eliminados en virtud de una concepción de la vida en la que los criterios son el goce, el disfrute y la eficacia.
Hoy, comenzando la segunda década del s. XXI, la realidad nos ha puesto a todos en una situación que no podíamos ni imaginar ante la explosión de la pandemia de la COVID 19. Que afecta a la vida de todos, sin distinción, y que pone de manifiesto que es necesaria una reflexión seria y profunda acerca del valor de la vida, acerca de los valores que definen nuestra sociedad, acerca de la sociedad misma, sus raíces y su futuro. Del individualismo y la solidaridad. Del papel de la Iglesia y de los católicos. Acerca de la propia trascendencia.
Porque, al vernos sacudidos por una situación para la que no estábamos preparados, hemos sufrido, también y quizá en cierto sentido de manera muy especial en las sociedades desarrolladas y científicas, el dolor de las vidas perdidas, de la soledad, de la impotencia, al tiempo que hemos valorado esas vidas que se convertían en más débiles.
Vivimos y valoramos el sacrificio de los que han puesto su vida al servicio de los demás, perdiéndola en muchos casos. El caso de los médicos, personal sanitario, capellanes y sacerdotes, que han acompañado a los enfermos en las peores circunstancias, nos ha sobrecogido y, sin duda, ha producido en la sociedad un sentimiento de gratitud ante una situación que no debía haberse producido.
Igualmente, hemos visto proliferar iniciativas solidarias que procuraban actuar en distintos ámbitos, siempre para ayudar al más débil, al que sufre, al que lo necesita.
Pero, paradójicamente, también hemos vivido circunstancias en las que se manifiestan nuevas formas de lo que el papa Francisco denomina la cultura del descarte. En ocasiones, por imposibilidad de atender a todos, en otras ocasiones porque parece que no todas las vidas importan o no todas importan igualmente.
El hedonismo capitalista ha hecho más daño a la fe de los pueblos que decenios de ateísmo cultural y persecución comunistaSantiago Cantera, prior de la Abadía de la Santa Cruz
El prior de la Abadía de la Santa Cruz afirmaba recientemente en una entrevista que «el hedonismo capitalista ha hecho más daño a la fe de los pueblos que decenios de ateísmo cultural y persecución comunista». También era una de las preocupaciones que señalaba san Juan Pablo II en la encíclica.
En los tiempos en los que nos dolemos por tantas vidas perdidas en esta pandemia, en los que «buscamos en la fe nuestra esperanza», también reclamamos una reflexión de toda la sociedad para considerar el valor sagrado de la vida humana, de todas las vidas, y que este no radica en el tener, ni en las condiciones en que se desarrolla esa vida, sino en la vida misma, un don que agradecemos y que debemos proteger. Ese es nuestro deber, y la sociedad que construyamos dependerá de él.
Millones de familias, sin distinción de clase o pertenencia política, han sentido la necesidad de proteger a los mayores, de tomar medidas excepcionales y paliar su debilidad.
Hoy, cuando lo virtual adquiere una presencia creciente en nuestra sociedad, los niños y los libros nos impiden disolvernos en la nada. Ambos llegan para quedarse.