Manuel Lucena Giraldo | 11 de agosto de 2021
Las políticas de la ‘identidad’, como aquí en Europa, muestran toda su capacidad disolvente del Estado de derecho. Mirando para otro lado, el presidente colombiano Duque pone en duda una vinculación colombiana con Occidente fundacional, que hizo parte de un mestizaje aglutinador y un republicanismo de futuro.
Me cae bien Cristóbal Colón. Se que es una enfermedad que, en el escenario cultural actual, equivale a una condena al ostracismo, el extrañamiento, la marginación total. Quizás lo peor sea que esta admiración colombina (ustedes perdonen) ni siquiera procede de haber hecho un bachillerato de los de antes, en que había que adquirir unos conocimientos determinados y, si uno los poseía, tras una prueba reglada y oprobiosa (llamada examen), aprobaba.
En caso contrario, suspenso (palabra a extinguir). Procede, por el contrario, de experiencias como haber admirado el orgullo con el que los italoamericanos celebraban el 12 de octubre ‘su’ Columbus Day, a fin de contrarrestar la idea de que los Estados Unidos los habían fundado solo sus contendientes blancos, anglosajones y protestantes, los conocidos WASP. Allí donde no han derribado las estatuas de Colón (y alguna de Washington, se ve que las turbas asaltantes les encontraron algún parecido, o el escultor fue el mismo), ha sido porque no supieron encontrarla, o alguna asociación, o club de descendientes de italianos (los votos siempre cuentan), se atrevió a defenderla. Poco que ver, desgraciadamente, con lo acontecido en Colombia. Allí, según las crónicas, el presidente Iván Duque mencionó el pasado junio, a fin de cuentas para justificar la eliminación física y arrumbamiento en un almacén –se supone- de las estatuas de Cristóbal Colón e Isabel La Católica, que permanecían ubicadas en Bogotá en un lugar de tránsito obligado, camino del aeropuerto, que era preciso debatir el pasado (o sea, practicar la llamada ‘memoria histórica’). Responsables culturales palaciegos, con buenos reflejos políticos, señalaron de inmediato que las retiraban para protegerlas de posibles nuevos actos vandálicos.
En efecto, una cuadrilla de operarios de una autodenominada comunidad indígena Misak ya las había pintarrajeado y no las tumbaron porque no tuvieron tiempo. El fin que buscaban, desde luego lo obtuvieron: la retirada, de facto, ante la inhibición presidencial. Las esculturas, más bien lo que quedó de ellas, fueron hechas por el escultor italiano Césare Sighinolfi, en conmemoración del cuarto centenario del descubrimiento de América de 1892. Fabricadas en bronce, pesan –o pesaban- cerca de una tonelada y tienen (habrán menguado) una altura cercana a los cuatro metros. Ambos monumentos llegaron a Colombia en 1897 y fueron inaugurados en 1906. Han estado en varios puntos de Bogotá, con una particularidad. Cada sitio ha sido peor que el anterior, más expuesto, más periférico y desde luego nefasto, desde el punto de vista de la conservación material de una obra de arte. ¿Qué tiene esto qué ver con España? No poco si pensamos que el nombre del colegio español en Bogotá es precisamente Centro cultural y educativo español Reyes Católicos. Contra lo que podríamos pensar, esto es importante, España se ocupó de manera renuente, más allá del debate centenario, por la colocación cívica de estatuas celebratorias de hazañas históricas compartidas en los países hispanoamericanos. Se trata, por así decirlo, de sus monumentos. La oleada de ira indigenista, perfectamente organizada y financiada, va eliminando el patrimonio cultural común de argentinos, colombianos, venezolanos y chilenos, entre otros, mientras las elites tradicionales y nuevas miran para otro lado.
Las políticas de la ‘identidad’, como aquí en Europa, muestran toda su capacidad disolvente del Estado de derecho. Mirando para otro lado, el presidente colombiano Duque pone en duda una vinculación colombiana con Occidente fundacional, que hizo parte de un mestizaje aglutinador y un republicanismo de futuro. A Colón todo esto, desde el más allá, le habrá divertido, entre otras cosas porque el nombre de Colombia celebra sus gestas de descubridor. Hasta la gran era del imperialismo victoriano, durante la segunda mitad del siglo XIX, su figura importó poco o nada. En lo que hoy consideramos la celebración obligatoria de los centenarios, ha atravesado por todas las situaciones posibles. Que una universidad estadounidense echara hace unos años una lona vergonzante y patética sobre los frescos de las paredes que conmemoraban su llegada a América, o que un guerrillero urbano arroje ahora pintura roja a una estatua suya en una urbe de las alturas andinas, donde por supuesto jamás estuvo, lo hubiera interpretado como señal inequívoca de su genio y misión divina. Colón, que firmó desde 1501 como ‘Cristóferens, el portador de Cristo’, buscó toda la vida reconocimiento.
Tras su fallecimiento triste y humillado en 1506, sus herederos pasaron medio siglo enredados en los llamados ‘pleitos colombinos’ contra la monarquía española, en defensa de sus derechos. Fueron tan abrumadores en argumentos, expresaron de tal modo el triunfo de lo que hoy llamamos ‘razón de Estado’ que, al final, vinieron a reconocerle derechos y razones. Existía una deuda histórica pendiente con él. Había una injusticia por reparar. El ducado de Veragua, detentado todavía por los descendientes del almirante, la dejó resuelta, al menos en parte. Seguiremos hablando de Cristóbal Colón. Se lo aseguro.
La llegada de Cristóbal Colón a América fue el primer paso para la construcción de un nuevo mundo más allá del Atlántico. Isabel la Católica, Reina de Castilla, lo supo entender desde el principio.
Las estatuas de Cristóbal Colón sufren ataques por todo Estados Unidos. Encabezados por líderes políticos como Mitch O´Farrell la figura del descubridor de América es difamada recuperando las habituales medias verdades de la leyenda negra.