Rocío Solís Cobo | 01 de noviembre de 2020
Lo sagrado, o mejor dicho, lo santo, ya no tiene cabida en nuestro modelo de entender el mundo. La restricción por el protocolo COVID en los ritos funerarios indica cuán poquito nos importa la herida del alma y cuánto la del cuerpo, y la del bolsillo.
Comienza el Puente de los Santos. Ya solo con caer en la cuenta de que el primer término, puente, nos embriaga de alegría y el segundo, santos, pues ni fú ni fá, nos hacemos idea del momento histórico que vivimos. Lo sagrado, o mejor dicho, lo santo, ya no tiene cabida en nuestro modelo para entender el mundo. Podremos calzarnos los crisantemos a la cintura cual Sara Montiel y dedicarnos al arreglo floral mientras damos con zotal a la piedra, pero hace tiempo que dimos el piro a lo sacro en esto de explicarnos la vida. Y una respuesta a una pregunta que no ha sido planteada, a una búsqueda que no ha sido hecha, se convierte en necia y ridícula. Nadie te ha invitado a esta fiesta, parece decir el ilustrado público ante el arsenal religioso sacado de la chistera.
Lo religioso no es cumplir con unas formas para acercarnos a lo sagrado y alcanzar de esa manera lo inalcanzable, el favor de lo que no pertenece al mundo. No es un peaje ni un chantaje a lo divino. Se trata de un diálogo con el Misterio que atraviesa toda circunstancia. Consiste en cogerLo por las solapas y preguntarLe, como Job: «¿Y Tú de que vas?», cuando visitemos estos días la tumba de los nuestros; radica en llenarnos de deseo, hasta las trancas, y gritarle: «¿Cómo vas arreglártelas con esto?». Lo demás, sin esto, nos recuerda Ricardo Franco, será solo un barniz contra la gracia, que a base de rutinas y hábitos inquebrantables no dejará resquicio, ni grieta, ni herida ni apertura por donde pueda entrar nada ni nadie, tampoco, claro está, el Misterio.
Estos meses de mundo enfermo nos han revelado hasta qué punto estamos barnizados, o llámenlo si quieren, secularizados. A los que nos creemos fuera de este club se nos ha llenado la boca de crítica y decepción por un mundo sin sacramentos, o porque no nos los hayan despachado como si fueran caramelos. Hemos exigido a las autoridades civiles que tengan en cuenta el hecho religioso, hemos reivindicado con los modales del mundo no ser de este mundo a nuestras autoridades religiosas. La bandera antisecularista junto con la palma de pascua en el balcón. Pero nos la hemos comido doblada. Resulta que somos más del mundo de lo que creemos y no hemos estado finos en el juicio de los acontecimientos. Me refiero a nuestra presencia ante la muerte.
Dice Félix de Azúa, en una entrevista reciente por su último libro, Tercer acto: «Nuestra época oculta la muerte. Lo que se enseña a los niños es que se trata de un esqueletito muy mono dibujado por Walt Disney. Para nosotros la muerte era un cadáver clavado en un madero», y Jesús Montiel, que hace falta enseñar la mortalidad, devolver la agonía a un lecho rodeado de familiares. En estos meses eso no ha sido posible, ya lo sabemos. Pero que esas restricciones no las hayamos vivido como un aguijón miden nuestro sopor existencial. Que no nos hayamos planteado por qué mientras se levantaba la mano en todas las limitaciones no se hacía lo propio en el ámbito funerario, es estar out en aquellos ámbitos de la vida donde el Signo se nos revela.
Llevamos meses de juntar aplausos con pancartas y de emocionarnos y enfadarnos a la par. Pero no se conoce protesta que haya salido a vociferar que no acompañar a nuestros vivos a pasar a ser nuestros muertos es una aberración. Que no poder acompañar al que entierra a su hermano es una bestialidad. Que ser cristiano es estar en el mundo como signo de Otro, viviendo de una certeza. Y que esta, si en algún momento es urgente, es en ese en el que el golpe de la tierra suena en el ataúd. «El golpeteo de la tierra apelmazada sobre la tapa del ataúd, el más atroz de los ruidos que es capaz de captar el oído de los hombres», dirá José Jiménez Lozano.
No se trata de llamar a nadie a filas, no se trata de eso. Pero sí de hacer un juicio adecuado de las cosas que aceptamos, vivimos y negamos. Los que decimos que las aceptamos, vivimos y negamos. La restricción por el protocolo COVID que se ha dado en los ritos funerarios indica cuán poquito nos importa la herida del alma y cuánto la del cuerpo, y la del bolsillo. Qué cosas en nuestra sociedad están muy en segundo plano, es más, no están. No importan, son eso, folclore para justificar el puente.
El golpeteo de la tierra apelmazada sobre la tapa del ataúd, el más atroz de los ruidos que es capaz de captar el oído de los hombresJosé Jiménez Lozano
Es fácil ilustrarlo. Podemos ir cual piojos en costura en el metro, pero en un cementerio al aire libre solo se permiten 15 personas. No hay ni siquiera la condición de la mascarilla y la distancia de seguridad para ampliar y acoger a la familia que necesita estar. Simplemente, No. El muerto al hoyo y el vivo, pues que se lo llore solo. Luego, ya si eso abrimos líneas de apoyo psicológico. Salimos a protestar por el cierre de los bares, por la economía que se nos derrumba (yo también, me gustan las patatas bravas y cobrar a fin de mes, faltaría más), pero cuántos hemos salido a decir que se necesita una norma que nos ayude en este tiempo a despedir, a enterrar y a abrazar a los nuestros. Hemos pedido medidas de seguridad en todo y para todo, pero no nos hemos echado ceniza en los cabellos cual reina Esther ni rasgado la camisa como Camarón cuando la orden del 29 de marzo por la que se establecían medidas excepcionales en relación con los velatorios y ceremonias fúnebres limitaba a 3 personas el número que podía acudir a un entierro al aire libre. Eso sí, Mercadona lleno, oiga. Que no nos falte de ná, que no, que no. No vaya a ser que nos frustremos sin papel higiénico. Que en esto ha quedado la escatología.
No entender que la persona que entierra a un hijo, a un marido, a una madre o hermana, a un «otro yo» necesita como respirar que lo acompañen, aunque sea con la mirada y de lejos, es no entender nada del ser humano, y ya de paso, del Dios de los vivos (y esto va por los cristianos. Mea culpa). Pensar que en esos momentos lo más importante es proteger a esa familia del virus, es no haber comprendido ni por asomo que esa familia ya lo ha perdido todo y no hay protección que le valga. Solo necesita significado. Y de esto depende una sociedad fuerte.
Me he repasado alguna literatura al respecto, cual papel couché de los Novísimos, y leo titulares como este: «Un último adiós sin riesgo al contagio. La funeraria cumple con todas las medidas anti-COVID» o declaraciones del presidente de un servicio funerario de Barcelona afirmando, con buenísima intención, que «esperamos generar mayor confianza en la ciudadanía, ya que es muy importante garantizar la máxima tranquilidad de las familias en momentos de tanta vulnerabilidad». O Vicente Luis Díaz Pedraza, economista y analista de este sector del couché, al parecer, que nos anuncia que la COVID-19 ha hecho visible la necesidad social de celebrar servicios conmemorativos en los que las nuevas tecnologías tengan protagonismo. Yo, porque no tengo cuerpo, pero he estado a punto de buscar a Gila al otro lado del hilo.
Este sector (que en eso se ha convertido la muerte) no nos duele. Forma parte de lo privado, en todos los sentidos (que ya podíamos sacar aquí pecho con eso de lo estatal, dicho sea de paso). Esta es la auténtica dolencia de nuestro mundo enfermo, que podremos aprender muchas cosas de cómo protegernos, pero estamos cada vez más lejos de saber cómo cuidarnos. Y esto tiene que ver con la fe. La presencia viva de un cristiano no está en la cantidad de flores, sino en la inteligencia que se gaste ante los acontecimientos para permitir que el Misterio hable. Si no estamos, ¿quién hablará para que la muerte no tenga la última palabra?
El pensamiento cristiano, también el político, se equivoca si plantea primero sus inquietudes y propuestas para después intentar forzar la fe a avenirse a tales ideas con exégesis petulantes.
Una sociedad que para paliar un sufrimiento muy grave mata al enfermo piensa que la vida humana no es un bien en sí mismo y no siempre se debe respetar.