Ricardo Calleja | 01 de diciembre de 2020
Hemos de considerar que si «los otros» han «ganado la batalla cultural» es precisamente porque han elegido el campo de batalla, el escenario que conviene al despliegue avasallador del expresivismo individualista.
¿El debate sobre la «guerra cultural» ha adquirido una nueva perspectiva con la apertura de la disputa «ubi sunt?»: ¿dónde están los intelectuales cristianos? Antes de que eclosionara esta nueva conversación, había escrito este ensayito, que pienso que es fácil ver cómo encaja, así que lo dejo tal cual estaba.
La imagen literaria de la «guerra cultural» tiene ventajas e inconvenientes y -desde luego- límites. Una de sus ventajas proviene de las enseñanzas que podemos extraer de lo que en todo el mundo se denomina, con palabra española, «guerrilla».
Hacer girar la conversación sobre la guerra cultural en torno a la validez de la metáfora no favorece el rigor ni el acuerdo. Pero a la vez es inevitable. Porque solo se puede dialogar con precisión en los tiempos que se viven como parte de un «macro-relato» ampliamente compartido. Para los cristianos ese relato viene dado por la Biblia, que incluye metáforas de diverso género. No en último lugar, aunque no exclusivamente, la bélica: «Et factum est proelium in caelo, Michael et angeli eius, ut proeliarentur cum dracone» (Apocalipsis 12:7).
La guerra de guerrillas -o, en lenguaje más técnico, guerra asimétrica– responde bien al diagnóstico habitual de quienes declaran la guerra cultural: nuestro ejército ha sido dispersado en el campo de batalla, y sus efectivos se mimetizan con el enemigo o directamente se rinden, o huyen en retirada, o se han echado al monte.
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Cuando se llama a hacer la guerra cultural, a veces se subraya la necesidad de hacer presentes los contenidos «conservadores» o «cristianos» en los medios que el «enemigo» ha usado para imponer su «anticultura» progresista. Se piensa en que haya series, películas, novelas, conciertos, redes sociales, exposiciones de arte, etc., que transmitan las intuiciones morales de una minoría hoy ridiculizada por antigua y rechazada por represiva.
Pero quizá se olvida que el medio es el mensaje. Hemos de considerar que si «los otros» han «ganado la batalla cultural» es precisamente porque han elegido el campo de batalla, el escenario que conviene al despliegue avasallador del expresivismo individualista (que también se manifiesta en las identidades colectivistas). La cultura audiovisual, la narración subjetivista, el exhibicionismo de las redes, la transgresión estética, el disenso académico, el activismo revolucionario, los rituales reivindicativos, etc., no son medios neutrales para cualquier mensaje.
Y si algo sabe el guerrillero es que no debe presentar batalla en el campo de batalla elegido por el enemigo, donde este puede explotar sus ventajas competitivas. Debe llevarle a su terreno, emboscarlo, sorprenderlo, romper sus frágiles líneas de abastecimiento.
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Es sintomático que en las distopías los libros están siempre prohibidos, pero proliferan las imágenes. No quiero decir que los medios y géneros artísticos contemporáneos sean en sí mismos deletéreos y que no puedan «bautizarse» (y usarse para el bien). Pero tampoco creo que sean útiles de modo simétrico para ambos «bandos». No pienso que todos esos canales sean igual de válidos para transmitir relatos e ideas de emancipación individual y colectiva, como para celebrar nuestros vínculos con el orden cósmico y social. Y ante todo nuestra relación personal con el Dios salvador, que nos libera relativizando esos mismos vínculos humanos.
Ciertamente hay muchos ejemplos de personajes modernos, o posmodernos, que -tras pagar el peaje del descenso a los infiernos del nihilismo- tienen una inesperada «experiencia del orden» auténtica. Auténtica, es decir, que no tiene lugar como consecuencia previsible de su inserción en el orden social tradicional, sino como descubrimiento personalísimo e inédito. Pienso en las novelas de Houellebecq.
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Por otro lado, no pienso que la guerra cultural consista en restaurar las formas tradicionales de la alta cultura y de la cultura popular, en nichos marginales, en un mundo paralelo.
Primero, porque no hay que olvidar que muchas de esas encarnaciones arrastraban elementos corruptos o injustos, o bien son tradiciones inventadas al servicio de la creación de identidades nacionales, en sí mismas alternativas a los vínculos antiguos.
Segundo, porque la mera nostalgia y el esteticismo tradicionalista son una droga que hace que unos pocos sientan que lo antiguo ha resucitado. Y es que es fácil crear la sensación de llenazo cuando se comparte tumba.
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En definitiva, cómo dar la guerra cultural se trata de un problema práctico y contingente. Se hace camino al andar, y hay muchos modos de llegar a lo mismo. Pero no son aconsejables ni restauracionismos ni moderneces, que siempre son huecos y sentimentales.
Pero si se asumen las asimetrías de esta guerra de guerrillas, frente a los sueños de ejércitos en orden de batalla a campo abierto, es importante no tomar estas escaramuzas como el ideal de la cultura. Este error es típico de dos posibles desviaciones que quiero perfilar.
Por un lado, el mito de la autenticidad. La idea de que el cristianismo debe renunciar a dar un orden a la vida humana, ir más allá de ofrecer «a heap of broken images where the sun beats» (The Waste Land, T.S. Eliot). Porque de hacerlo se volvería irremediablemente estructura autoritaria, y eso agostaría el sentimiento religioso genuino, que se ejemplifica –de Dostoievski en adelante- como la flor nacida en el estercolero, el redimido a las puertas del infierno. Estos consumen con gusto historias emocionantes de conversos frente a los aburridos y estereotipados cristianos de la cuna a la tumba. Estos cristianos existencialistas, parafraseando a Caifás, piensan que «más vale que perezca todo el pueblo, con tal de que un hombre pueda salvarse por ser auténtico».
Por otro lado, están los que se entregan a un romanticismo de bandolero y trabuco, henchido de la épica de los happy few contra mundum. Porque serían incapaces de vivir ellos mismos en una cultura «cristiana» -siempre imperfecta- donde tuvieran que dejar sus fantasías para sustituirlas por la obediencia de lo cotidiano, la gestión de los grises, y la responsabilidad del servicio del poder.
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Una verdadera cultura, que viva de raíces cristianas, puede adoptar muchas configuraciones y expresiones. Pero no puede olvidar que la cultura cristiana -en lo que ha tenido de verdadero, de bueno y de bello- ha girado siempre en torno a la liturgia como centro de la vida religiosa, política, cultural y familiar. La música, la arquitectura, la escultura y las artes pictóricas, el teatro, la poesía, son testigos elocuentes, aunque esto no excluye que existan otras expresiones más ligeras y libres, que por supuesto no tienen por qué ser de «tema» religioso.
Pero el centro gravitacional ha sido siempre el rito, donde las piezas de la vida humana -en todas sus dimensiones, también profanas- se ajustan al orden de la lex aeterna, sin menoscabo de su relativa autonomía. Y pienso que esto sigue siendo irrenunciable. El culto es el verdadero escenario de la guerra cultural. Ese es el fuego sagrado que debe arder congregando a los guerrilleros de las montañas, el que debe calentar nuestros hogares. Y el que deberá iluminar la Ciudad, cuando la reconquistemos para la vida común de todos.
El pensamiento conservador se enfrenta a la pregunta de si es posible vencer en una guerra cultural frente a un progresismo que parece inundar todo.
Los que se creen osados y valientes por librar la tan manida batalla cultural contra molinos de viento con la cara de Soros no entienden que, a la larga, están haciendo el juego a los que pretenden estar combatiendo.