Jesús Montiel | 02 de febrero de 2020
Hay días lánguidos, de una tristeza repentina, y otros henchidos de luz, con la suavidad de la caricia.
En ocasiones amanecemos sin apetito. Nada ha cambiado salvo nosotros, nuestra mirada. Sin venir a cuento la voluntad no coincide con lo que hacemos. Lo que hacemos tuerce lo que querríamos hacer. Querríamos ser amables, por ejemplo, y encontramos el obstáculo de la ira. Y herimos. Querríamos paz y originamos nerviosismo alrededor. Y discutimos. Se trata de una desobediencia desmotivada. Cuyo origen desconocemos.
¿Por qué nos ponemos tristes cuando no hay motivos para estarlo? La ciencia únicamente describe cierto desequilibrio en las sustancias químicas de nuestro cerebro, pero no acierta la causa, que parece más lejos, en otra dimensión. Todo indica que dentro de nosotros ocurren movimientos que ignoramos, batallas que alguien libra, hasta de noche, de manera ininterrumpida. En ese lugar dentro de cada uno al que llamamos alma.
Acaso el invierno sea necesario también para que el alma sazone
Esos días en que amanecemos sin apetito, presas de una tristeza infundada, cuyo principio desconocemos, somos nosotros mismos, aunque menos, porque tenemos la sensación de que estamos lejos de quienes somos en realidad. Más todavía. Un clima invisible y parecido al que apreciamos fuera, tras las ventanas, encima de nuestros paraguas, azota ese lugar al que llamamos alma: lo más secreto, un aliento, algo que no se somete a la muerte. En el alma hay lluvias y huracanes y soles y nevadas que nos dejan incomunicados, esos días que amanecemos sin apetito. Arrojándonos a la tarea de construir contra el viento una figura, la de la espera.
Como ocurre tras la ventana, acaso el invierno sea necesario también para que el alma sazone. Quizá esos días sean el prólogo de algo superior. El ingrediente de un nido. La rama que sostendrá los frutos. El fruto de voy al supermercado, el fruto de qué quieres cenar, el fruto de pongo la lavadora, acuesto al niño, iré aunque sin ganas o el abrazo dado a tiempo, qué sé yo. Hay días lánguidos, de una tristeza repentina, y otros henchidos de luz, con la suavidad de la caricia. Hay días, tiempo que ocupamos, horas que recibimos. Y sin venir a cuento la voluntad coincide con lo que hacemos y volvemos al territorio de la gracia, más conscientes y menos egoístas, gracias al invierno.
Llegan generaciones sedientas, anémicas en el plano espiritual, sin referentes, que suplican un corazón de carne.
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.