Armando Zerolo | 02 de febrero de 2021
El color es la cualidad del tiempo presente. Nos gusta abrir la lata de los recuerdos para liberar, de vez en cuando, el perfume de la nostalgia, para hacer presente algo que se fue.
De aquellos tiempos nos queda una caja de lata con fotos color sepia. La abrimos y nos parece que todos se vestían mejor, las casas eran más bonitas y los pueblos más habitables. Nos fascinan los trajes de tweed, los peinados de cine y los manteles de cuadros. Dentro de esa caja de dulces ingleses decorada con alguna estampa costumbrista guardamos lo que la vida debería ser. En las latas azules de galletas de mantequilla guardamos solo los botones y los hilos de las prendas viejas.
De las fotos no añoramos su color. El color es la cualidad del tiempo presente. Los sueños son en blanco y negro, y los recuerdos, para que lo sean, han de sufrir el peso de la vida, tener grietas, dobleces, y poco color. Nos gusta abrir la lata de los recuerdos para liberar, de vez en cuando, el perfume de la nostalgia, para hacer presente algo que se fue. Son perfumes lo que hay que liberar, porque solo el olor puede hacer actual un momento pasado. De pequeño me regalaron un maletín de carpintería con una segueta, un martillo, una lima y una regla de carpintero. Necesitaba un recipiente para guardar clavos y mi madre me regaló un frasco vacío de la colonia que solía usar mi abuela. Era Aire de Loewe, no se me podrá olvidar nunca. Cada tornillo, cada clavo, cada tuerca, liberaba un vívido recuerdo de ella, que no era ni imagen ni palabra, sino película en super-8, sin otro sonido que el tracatrá de la cinta girando. Al cine le falta el olor, y los olores, sin embargo, se impregnan de historias.
Quizás el romanticismo político debería haberse descrito como «anosmia», como pérdida total del olfato. Y ya sabemos, y si no es así, que se demuestre, que la pérdida de olfato es causa de hipermetropía, de la imposibilidad de ver objetos próximos. Cuando se pierde el sentido del olfato, perdemos el gusto por el momento presente, y cuando no se ve de cerca, uno se desorienta. Es como en los días de ventisca, que el viento es tan fuerte, y la niebla tan intensa, que perdemos las referencias y el equilibrio. En esos días de tormenta aguzamos la vista y ponemos filtros de blanco y negro a la realidad para destacar la poca luz que necesitamos para llegar al refugio.
El romanticismo, cegado por las luces de la razón, busca en la noche y en las sombras de los fuegos fatuos las imágenes que la claridad del día niega a la imaginación. La filosofía ilustrada se recibió con la ilusión de que por fin se eliminaría del hombre el peso de la culpa que la superstición y la oscuridad habían cargado sobre las espaldas de los hombres. La ciencia alumbraría con su nuevo método las soluciones a la penuria de la existencia. Newton era, antes y, sobre todo, un alquimista. Faraday creía que la electricidad era el alma de los cuerpos inertes y Mary Shelley, en una tarde de verano, infundió un alma a un ser inerte a través de un rayo, y así acabó con la ilustración e inscribió el romanticismo en el registro de la historia. El Dr. Frankenstein es el moderno Prometeo, padre de una criatura a la que no reconoce, porque habiendo tocado el fuego de los dioses, huye atemorizado.
Hay luces que no están hechas para los ojos del hombre. Desde entonces, la criatura monstruosa pena en busca de su creador. Moby Dick, otro de los grandes relatos del siglo XIX, sentencia al hombre a un camino de no retorno a las profundidades del mar. La ballena blanca, pura como el brillo del sol, inmaculada como la razón sin pecado, es el destino del capitán Ahab. Sabe que debe ir a por ella, y sabe que morirá cuando la toque. ¿No es el ballenero otro moderno Prometeo? ¿Nos son ambas tragedias griegas pasadas por el filtro en blanco y negro del romanticismo? Destino y fatalidad son sinónimos en una época que lleva la derrota de la razón en vena. El opio era la droga física de los intelectuales, y el romanticismo su droga espiritual. El siglo XIX nos devuelve la idea de tragedia, pero habiendo pasado por la filosofía de la historia cristiana, da como resultado la idea fatal de «decadencia».
El siglo XIX nos devuelve la idea de tragedia, pero habiendo pasado por la filosofía de la historia cristiana, da como resultado la idea fatal de «decadencia»
El relato romántico transcurre entre mares de corales en blanco y negro, en cajas de hojalata, buscando en el pasado lo que el deslumbramiento de la luz del rayo ocultó. En la promesa de la razón encuentra un engaño, y en la política liberal surgida de esa tradición, una estafa. Abrimos de nuevo las latas buscando las imágenes que más color hayan perdido para ver si ahí encontramos una explicación al fracaso que vivimos. ¿Quién nos ha engañado? ¿Quién nos ha robado el olor y el color de la vida? Pensamos que nuestros padres vivían mejor, que sus luchas eran pequeñas, y sus dramas por la vida menores a los nuestros. Que las liberaciones que nos prometieron, las últimas, las del trabajo y el sexo, son ahora nuestras cadenas, y que las instituciones que garantizarían nuestras libertades en realidad tienen rejas y están regidas por carceleros.
¡Qué felices éramos cuando vivíamos la vida de los otros! ¡Y qué poco se resisten a nuestras ensoñaciones las fotos en blanco y negro! Pero qué mal huele una caja de latón mucho tiempo cerrada.
A lo largo de la Historia, planteamientos filosóficos, religiosos y vitales se relacionan con la Belleza. Nuestra percepción ha evolucionado, pero no nuestra necesidad de ella.
Escribir es el intento de poseer y de retener un poco de ese trocito de belleza revelada en el instante, casi divino, en el que el asombro vence por fin a la distracción.