Esperanza Ruiz | 02 de mayo de 2021
Madre es aquella que ha tenido que enterrar a un hijo y también aquella que sentirá, a buen seguro, cómo sus entrañas se encogen cuando le preguntan si destruyen los embriones que esperan congelados a colmar esa felicidad a la que cree tener derecho.
Hay dos tipos de madres: la Albert Cohen -escritor de origen judío nacido en Corfú en 1895- y la mía y después las otras, todas las demás.
En una ocasión en que Cohen se sintió injustamente tratado por alguien, causándole gran sufrimiento la afrenta, su progenitora le espetó: «Ponte el sombrero ladeado, hijo mío, y sal y ve a divertirte, que eres joven, ve, enemigo de ti mismo».
Cohen esperaba juiciosas y abstractas palabras de consuelo y sin embargo queda complacido con la sabiduría de su madre.
Cruzándose un día la mía por el pasillo con mi versión ojerosa, sin hambre de mundo y la cara ennegrecida con rimmel arrastrado por las lágrimas, me dijo algo parecido (aunque desprovisto de la carga poética de la sefardí): «Pues si se ha acabado, a otra cosa».
Ah, el hogar familiar, ese refugio del mundo en que el te arropan y cobijan, decían.
La familia Cohen había emigrado a Marsella cuando su negocio de fabricación de jabón comenzó a menguar a la par que crecía el antisemitismo en la isla griega. En El libro de mi madre, el escritor rememora su infancia en la ciudad francesa y su posterior traslado a Ginebra para estudiar Derecho en la universidad. En 1943, siendo funcionario en el área diplomática del Bureau International du Travail y ciudadano suizo, su madre muere aquejada de una dolencia cardíaca en la ciudad portuaria del sur de Francia, bajo la ocupación nazi en aquel momento. Albert Cohen escribe un grito en mitad de la noche que titulará Chant de mort y que constituirá el germen de El libro de mi madre, publicado diez años después, en 1954, y calificado como la más bella novela de amor que jamás se haya escrito.
Hijos de madres aún vivas, no olvidéis que vuestras madres son mortales. Pero os conozco y nada os sustraerá de vuestra loca indiferencia mientras vuestras madres sigan aún vivasAlbert Cohen
Con todo, la anécdota que abre este artículo no es representativa de la personalidad de la madre muerta, más bien al contrario. Debe tratarse del único troleo que la madre de Albert Cohen hizo en su vida.
«Todas las mujeres tienen su pequeño yo autónomo, su vida. Su sed de felicidad personal, su sueño que protegen y que se prepare quien lo turbe. Mi madre no tenía yo, sino un hijo. ¿Qué me queda por amar ahora, con ese mismo amor seguro de no quedar defraudado? […] Mi madre era un genio del amor. Como la tuya».
La señora Cohen, que aceptó dócilmente un matrimonio no elegido, había finalmente conocido el amor. Pero el bíblico, según el escritor. Aquél que nada tenía que ver con las pasiones occidentales y que se nutría de vivir para el hijo y de la alianza con su esposo contra la vida perversa. Con dificultades económicas, extranjera, semianalfabeta y marginada por la sociedad marsellesa, su vida tenía razón de ser en cuanto que servía a ambos, aunque su esencia quedara diluida en ese quehacer: «Hay pasiones arrebatadoras y luminosas. Pero no hay mayor amor».
En su elegía, Cohen no escribe sobre ella, sangra. Roto, eviscerado, se le antoja imposible vivir y cuando lo hace, cuando se da cuenta de que él respira, ríe y ama, se detesta. Y no sólo. Aún se repudia más por haber reído y amado cuando ella vivía; minutos robados a una presencia que una vez muerta le aboca al abismo.
Madres son aquellas que no asimilan que se tienen hijos para que ellos sean felices. No obstante, con el tiempo comprobarán que en efecto, que los hijos te dan la felicidad y te quitan todo lo demás
La maternidad ejercida por la señora Cohen resultaría hoy inconcebible; en los tiempos de las libertades y la emancipación no le dejan a una decidir sus entregas.
El ácido nucléico de rubia de ojos verdes y piernas largas que dio a luz a la criolla de Levante que soy practica una maternidad un poco más punk que la de la madre del escritor. Conjuga su “yo” sin delirios con una entrega a la familia. Quédate con una madre que nunca te lea y que, ni mucho menos, crea en esas tonterías del talento.
Con todo, hay dos tentaciones a evitar en esto de escribir sobre la maternidad y una de ellas es clasificar. Desde luego que hay buenas y malas madres -el bien y el mal son categorías absolutas- y sin embargo, es madre toda aquella cuya alma pronuncia un fiat y engendra una promesa que, como la de un amante bizarro y confiable, perdurará más allá de la muerte.
La verdad es una y admite pocos subterfugios; lo mejor que puede hacer una madre por su hijo es buscar un buen padre y amarlo. Al padre, digo. Esto algunas lo llevan regular. Pero madres también son aquellas que, con el corazón disperso y los anhelos frustrados, niegan la mayor. Aquellas que no asimilan que se tienen hijos para que ellos sean felices. No obstante, con el tiempo comprobarán que en efecto, que los hijos te dan la felicidad y te quitan todo lo demás.
Madre es la señora que ha adoptado en un orfanato de China a un niño que sufrió un ictus al nacer y que ahora su corazón queda rebosante cada vez que el pequeño sonríe jugando con la lluvia
Madre es, como en el famoso anuncio de Coca-Cola, la que se come el filete con más nervios. Y la que le da garbanzos para desayunar a su hijo. Y sobre todo la que no tiene qué darle.
-La llamas y está, siempre está, por eso no me he convertido en el imbécil que podría haber sido- dice el chico del anuncio de refrescos. Albert Cohen es aún más agradecido y divertido glosando la incondicionalidad de las madres: «Me atreví a preferir a una Atalanta a la bondad más sagrada, al amor de mi madre. De haber perdido yo la fuerza, aquejado de súbito de enfermedad, o sencillamente todos los dientes, la poética damisela le habría dicho a su doncella, señalándome, que barriera aquella basura desdentada. Nuestras madres nos aman desdentados o no. […] Si Laura hubiera perdido de repente brazos y piernas, Petrarca le habría dedicado poemas menos místicos. Y eso que la mirada de la pobre Laura habría seguido siendo la misma y su alma también. Solo que claro, el caballero Petrarca necesita muslitos para que su alma adore el alma de Laura. Pobres carnívoros que somos con nuestros camelos de las almas. Amor de madre a ningún otro semejante».
Madre es la señora que ha adoptado en un orfanato de China a un niño que sufrió un ictus al nacer y que ahora su corazón queda rebosante cada vez que el pequeño sonríe jugando con la lluvia. Pero también es madre la que -posiblemente anegada en dolor- mercadea en su divorcio con el hijo como hace con la cubertería de plata.
Madre es aquella que ha tenido que enterrar a un hijo y también aquella que sentirá, a buen seguro, cómo sus entrañas se encogen cuando le preguntan si destruyen los embriones que esperan congelados a colmar esa felicidad a la que cree tener derecho.
Desde el sí de María cada mitocondria, cada cordón umbilical y cada placenta, dotan a la palabra madre de tal majestad que la convierten en el único caso en que los adjetivos no modifican al sustantivo. Madre.
Ser madre es vivir con una navaja que bascula desafiante sobre el corazón
La otra tentación cuando se habla de las madres es la de ser moñas. Es imperdonable escribir pestiños ante el mayor acto de valentía al que se enfrenta una mujer. Toda madre aprende, antes o después, que aquello que le desgarró el alma en alguna ocasión, aquel dolor que en su día juzgó insoportable, se multiplica exponencialmente si lo padece la carne de tu carne. Los golpes sobre quien llevaste en tu seno noquean con atónita brutalidad el corazón de una madre. Y a ti una espada te traspasará el alma.
Ser madre es vivir con una navaja que bascula desafiante sobre el corazón.
Acaba su libro Cohen con estas palabras: «Hijos de madres aún vivas, no olvidéis que vuestras madres son mortales. Pero os conozco y nada os sustraerá de vuestra loca indiferencia mientras vuestras madres sigan aún vivas».
Mujeres, todas las madres muertas que os han hecho posible os miran desde el espejo. Madres, feliz día.
La poesía de verdad captura lo evidente, aquello lo que a simple vista está pero que no vemos.
El maestro Juan Ruiz tuvo la oportunidad y los proyectos para hacer realidad el sueño de una restauración de calidad para España. A la tristeza de su irremplazable pérdida unimos el desconsuelo de ver la situación en la que sobrevive su gremio.