Armando Pego | 04 de abril de 2021
En la encíclica Fratelli tutti, Francisco propone la parábola del Buen Samaritano, una imagen que apunta al corazón mismo del carisma monacal, como guía del mandamiento mayor: practicar la misericordia.
¡Es Pascua de Resurrección! Los cristianos celebramos hoy el triunfo definitivo del Amor. Es un excepcional momento para agradecer el testimonio silencioso y solitario de los contemplativos. Continuando el ejemplo de las mujeres que habían acudido temprano al sepulcro, siguen anunciando que debemos mantenernos firmes en la esperanza.
La vida contemplativa custodia el Misterio de la Salvación. Desde la Encarnación hasta la Segunda Venida de Jesucristo, quienes la profesan no cesan de testimoniar la tensión espiritual de todo cristiano. Sin desfallecer, permanecen activos en la oración. Fieles a la Palabra, se reúnen ante el portal de Belén y ante el Sepulcro vacío, uno y el mismo, como se suele resaltar en no pocos iconos. En el descanso sabático que promete la nueva Creación, vieron, y creyeron (Jn 20,8).
La Modernidad jamás ha logrado encajar del todo la luz escondida que irradia la vida monástica. La ha disuelto, la ha expulsado, la ha desamortizado, la da por extinguida, y sigue fascinada por ella. Tan poco proclive a identificarla con la verdadera piedad, hasta Erasmo llegó a reconocer que, originalmente, «un monje no era otra cosa que un cristiano auténtico, ni el monasterio otra cosa que una congregación que trataba de realizar libremente la doctrina de Cristo en toda su pureza».
El hombre moderno no ha cejado de buscar en la práctica cotidiana de las virtudes el camino de su emancipación. Al haber colapsado el sentido virtuoso de la existencia, suplantado por la apuesta en valores, la perplejidad se ha adueñado de una realidad en ruinas. La figura monacal, aún débil y apagada, debería sostener nuestra confianza. La santidad es pura gracia. No basta con alcanzar la excelencia, frágil y precaria como todo lo humano. Nuestra condición está llamada a manifestar la gloria de Dios.
Lejos de viejas discusiones sobre los estados de la perfección evangélica, la dimensión activa y la contemplativa constituyen, como siempre, un símbolo fundamental de la vida cristiana. Ni se superponen ni se absorben la una en la otra. Una no puede ser sin la otra. No podemos ser plenamente sin el Otro. Lo que nos falta nos es lo más necesario, lo más gratuito.
Este esfuerzo inagotable aumenta la sed de Dios del creyente. La estructura del Evangelio de Marcos lo muestra nítidamente. Recién bautizado y antes de iniciar su predicación pública, Jesús comienza retirándose al desierto. Resucitado, manda proclamar la buena Noticia a toda la creación. Los discípulos cumplirán su misión si, en el seguimiento de su Maestro, imitan su itinerario de principio a fin, desde el desierto a la Jerusalén celeste. Quien ora, trabaja ya por el Reino.
En la encíclica Fratelli tutti, el papa Francisco ha propuesto la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,25-37) como guía del mandamiento mayor: practicar la misericordia. Tras los muros de los monasterios, ¿buscaría entonces solo refugio una espiritualidad intimista y descomprometida? ¡Al contrario! La imagen del Buen Samaritano apunta al corazón mismo del carisma monacal.
Entre su visión de Satanás cayendo del cielo y su enseñanza del Padrenuestro, entre la misión de los setenta y dos y la escena familiar de Marta y María, Jesús relata el fundamento de la alegría de los bautizados con el fuego del Espíritu. ¡La misericordia del Samaritano no habría podido ser completa sin la hospitalidad callada del posadero! No solo recibe el encargo de cuidar al prójimo herido, sino que en silencio da al huésped su confianza. El posadero gastará de más.
Fui forastero, y me hospedasteisMateo 25,35
En la Regla, san Benito ordena que «a todos los huéspedes que se presenten en el monasterio ha de acogérseles como a Cristo», «pero, sobre todo, se le dará una especial acogida a los pobres y extranjeros, colmándolos de atenciones, porque en ellos se recibe a Cristo de una manera particular». Las obras de misericordia son situadas así en su auténtico contexto escatológico. «Fui forastero, y me hospedasteis» (Mt 25,35). No habría libertad mayor que una obediencia perfecta, compasiva, como la de Jesús: estar a la escucha (ob-audire) de la Palabra que se hace oír muy especialmente en quien clama por alcanzar Su justicia. «Este ósculo de paz no debe darse sino después de haber orado, para evitar los engaños diabólicos».
Aun fugaz, la apariencia de nuestro mundo no es nunca irrelevante. Estamos llamados a redimir cada instante para la eternidad. «Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre» (Jn 1,51). Un apotegma luminoso de los Padres del Desierto expresa con densa brevedad esta tarea de quien realmente contempla: «Un hermano fue a ver a un ermitaño, y al marchar le dijo: «Perdóname, abba, porque te he impedido guardar tu regla». Pero el anciano le respondió: «Mi regla es recibirte con hospitalidad y despedirte con paz»».
Quien está así atento, habrá escogido la parte mejor, y no le será quitada (Lc 10,42). Resurrexit, sicut dixit!
En una Semana Santa en la que el Arte no saldrá a la calle en forma de pasos procesionales, las salas del Museo del Prado nos permiten recorrer los misterios de la Pasión de Cristo a través de los grandes maestros de la pintura.
España vive su segunda Semana Santa en pandemia. El Vaticano aprobó aplazar las procesiones para respetar las medidas sanitarias, pero las cofradías españolas recurren a la tecnología para hacer más llevadera su Estación de Penitencia.