Mariona Gúmpert | 04 de mayo de 2020
Si abrimos el foco, el coronavirus está generando «otras curvas» que pueden colapsar el sistema sanitario, la economía y hasta la propia democracia.
El hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, por ello estamos condenados a repetir errores históricos. Cada uno con su especificidad propia, pero con un origen común, que no puede ser otro que la propia naturaleza limitada del ser humano.
Las circunstancias por las que estamos pasando ahora me recuerdan irremediablemente a las llamadas “discusiones bizantinas”. Con ellas se hace referencia a las discusiones teológicas que se produjeron durante más de cuatro siglos en el Imperio romano de Oriente. La población se hizo muy aficionada a esta clase de debates, en los que se enzarzaban enconadamente en una especie de proto-Twitter bizantino. Ya saben, Twitter y redes sociales varias, incluidos los bares: sitios donde todo el mundo sabe de todo y lucha por demostrarlo con contundencia y, si puede, con gracia y desparpajo.
Antes de la desgraciada epidemia del coronavirus, las polémicas eran muy diversas, pero casi todas bastante absurdas en su planteamiento: que si el sexo es un constructo cultural (no deja de ser irónico que una de las discusiones bizantinas versara sobre el sexo de los ángeles), que si la democracia consiste en poner urnas, o las típicas luchas por ver quién es más liberal, ateo, católico o comunista que el prójimo.
Ahora nos dedicamos a discutir si podría haberse previsto o no la pandemia, sobre cuándo y cómo debería acabar el confinamiento o sobre si es legítimo criticar al Gobierno en un momento tan delicado, entre otras muchas cosas. Y aquí es cuando empiezan las inquietantes coincidencias con lo ocurrido en Bizancio, puesto que lo de discutir –sea sabiendo o sin saber- va de soi en eso tan curioso que consiste el ser persona.
En el año 648, el emperador Constante II emitió un edicto según el cual quedaban prohibidas todas las discusiones teológicas, a las que se habían aficionado en demasía sus súbditos, con duras penas para todo aquel que lo incumpliera. Teniendo en cuenta la época y el sistema de gobierno, no es de extrañar este tipo de medidas pero, estando supuestamente en democracia, deberíamos tomarnos más en serio los derroteros del Gobierno y su cohorte de medios de comunicación a la hora de recortar la libertad de expresión y el derecho a la información, bajo la excusa de las llamadas fake news.
Para quien todavía no sepa qué es esto de las fake news, yo se lo explico fácilmente: es casi todo aquello que se oponga al discurso oficial de esta “dictadura suave” en la que vivimos, por usar un término de Alexis de Tocqueville, pero que es tan viejo como Platón y Aristóteles. De nuevo, y a pesar de 2.500 años de historia (y de historia del pensamiento), no escarmentamos en cabeza ajena.
Así pues, estamos enzarzados en problemas que atañen al aquí y al ahora, sin tener un poco de visión a medio y largo plazo. Como mucho, tenemos a los economistas calculando los costes de esta crisis en términos de paro, de hundimiento del PIB, de subida de la deuda, etc., lo cual es muy de agradecer. El problema está en que los economistas suelen adolecer de visión de conjunto, y no tienen en sus análisis muchos otros factores. Sin ir más lejos, y yendo a lo concreto, no se está teniendo en cuenta el impacto sanitario que va a tener esta crisis; de repente, parece que solo exista la COVID-19, pero hay muchas otras patologías que han dejado de tratarse, o que se han tratado de forma muy distinta a la habitual, debido al colapso que estaban sufriendo el sistema y sus profesionales.
Asimismo, no se tienen presentes las nuevas patologías que la pandemia traerá consigo: no solo las propias generadas por el coronavirus, del que aún se desconoce muchísimo, sino de las provocadas por la situación de miedo e incertidumbre que están viviendo los ciudadanos (por no decir los efectos que el confinamiento ha traído consigo). En este sentido, poco se habla de las “otras curvas” que están por venir y que van a poner en jaque a nuestro sistema sanitario y, en consecuencia, a la solvencia económica del Estado.
Deberíamos tener una visión más a largo plazo, y entender que este panorama tan desolador es el caldo de cultivo perfecto para inclinar la balanza entre libertad y seguridad hacia esta última. Esto no lo digo yo por ser agorera, sino porque es la propia historia reciente la que nos muestra cómo hemos ido cediendo cada vez más terreno ante el Estado, a cambio de vidas relativamente agradables. Y, tal y como pasó en Bizancio, nos pasará a nosotros: mientras nos enredamos en discusiones absurdas, acabará cayendo Constantinopla a manos del turco.
En su afán de trabajar con transparencia, el Gobierno ha conseguido que sus expertos sean etéreos. No conocemos su voz, sus caras, ni tampoco su currículum.
Aunque ahora es necesario concentrarse en evitar los “males comunes”, y “aplanar la curva” parece una necesidad, no podemos dilatar la necesaria reflexión y deliberación sobre quién queremos ser.