Esperanza Ruiz | 04 de julio de 2021
Es tan importante saber llegar como quedarse. Ayudar, equivocarse, pedir perdón, irse, abandonar la mentalidad middle class, no dar el coñazo y permitir que cada uno viva, escriba o haga valer las redundancias como quiera
Escribir es la manera de alejarse del siglo en el que le cupo a uno nacer- decía Gómez Dávila.
A veces, el siglo es el propio corazón que bombea, sin permiso y sin piedad, ajeno a nuestras súplicas de tregua. Algunas sístoles las carga el diablo.
Cuanto más escribo, menos ganas tengo de dar lecciones sobre lo que es escribir. Repartir carnets de la cosa es peligroso, sobre todo si a quienes los expiden se les escapan las inseguridades por las costuras, aunque sean las de la camiseta de canallita.
Repartir carnets de la cosa es peligroso, sobre todo si a quienes los expiden se les escapan las inseguridades por las costuras
No he tenido el valor de leer a Proust, pero es conocido un pasaje de En busca del tiempo perdido donde el barón de Charlus, personaje inspirado -dicen- en el excéntrico dandi Robert de Montesquiou, instruye a su amante, el violinista Morel, sobre la nobleza francesa de una forma bastante cruel para los notables de provincias.
Charlus hace a Morel la lista de las familias que merece la pena frecuentar: los Tremoïlle, Uzès, Castellane, Luynes, Montesquiou… y La Rochefoucauld. Uno de los personajes más conocidos de esta saga fue François de la Rochefoucauld, duque del mismo nombre, y ser inquieto que tocó múltiples palos, desde el militar pasando por el de la política, el filosófico o el de la escritura. Son muy conocidas sus Máximas donde, en el estilo de la época (siglo XVII), reflexiona sobre las pasiones humanas ayudándose de cortas sentencias que diseccionan el espíritu del hombre.
La Rochefoucauld nos dice que “todos culpan en otros lo que en ellos es culpable”. Es decir, aquello que con más ahínco criticamos en los demás, lo que menos indulgencia nos inspira en el prójimo, es el reflejo de nuestros propios defectos. Esto es particularmente cierto en el universo del juntaletrismo.
Me quejaba un día al periodista Gonzalo Altozano del rollo cainita, de la farfolla que hay detrás de las bambalinas, de la suciedad bajo las alfombras. Apiadándose de mi candidez de recién llegada me dijo: Esto es igual que en todos los sitios. En el taxi también pasa. Lo que ocurre es que aquí hay que lidiar con el ego de gente muy tocada.
Escribir es un regalo. Ayuda a exorcizar los demonios interiores, el corazón derribado por la bola de demolición del desamor y las dudas de fe. Lo que se recibe es un efecto colateral: el escritor luminoso hermana sus heridas con las del lector y en ese momento actúa de bálsamo. “El lector” no es el destinatario de un bien de consumo y que vibre en tu misma longitud de onda no dice nada de tu talento, solo de tu audacia para desnudarte. La palabra “luminoso”, en este caso, no es gratuita. Al igual que en la fluorescencia, que ocurre cuando un electrón excitado por una fuente de radiación vuelve a un estado de reposo emitiendo, a su vez, luz, para escribir es necesario despojarse de las consecuencias, cerrar con llave el cajón de la calculadora y dar, ensanchar, ser generosos. Regalar vulnerabilidad y recibir admiración. Parece un trato perverso y por eso gestionarlo no está al alcance de motivaciones espurias. Umbral, por ejemplo, lo era -generoso- con “los cachorros de la manada”. Cuenta Gistau que no temía las invasiones del territorio como aquellos que tienen “meado su adoquín, su triste hueco”.
Salvador Sostres me contó en una ocasión que cuando descubrió que tenía habilidad para escribir se preguntó que para qué vivir directamente pudiendo vivir a través de la escritura
Algunos textos, cual Saturno, devoraran al escritor que, convertido en personaje, no le quedará más remedio que vagar por el Hades de la literatura, impostando una vida ad infinitum y ad nauseam. Que nunca llegue el momento de sacar rédito del amarillismo o del sentimentalismo; la feligresía no compra motos cuando la profesión va por fuera.
O peor aún, el momento en el que el DJ pone la última canción, se apagan las luces y la soledad te cuestiona, como una vieja inquisidora, si valió a pena el espectáculo y los aplausos. La resaca de garrafón es un paseo en góndola comparada con la vida preguntándote si estás cuidando de los tuyos y amando.
Sin embargo, Salvador Sostres me contó en una ocasión que cuando descubrió que tenía habilidad para escribir -ésta solo se convierte en talento a través del esfuerzo- se preguntó que para qué vivir directamente pudiendo vivir a través de la escritura.
Reflexiono sobre todo esto tras leer –Gil de Biedma decía que lo natural es leer- el artículo de Guillermo Garabito titulado Desde mi ventana grande y publicado en ABC. En él, el columnista habla del equilibrio entre lo vivido, y lo vívido, y lo escrito. No se puede meter el mundo, y la vida, en una columna si ésta no te ha dado antes algún que otro gañafón.
Poner la vida perdida de imágenes evocadoras es urgente. Hacerlo desde la mirada limpia, la mesa desordenada, la ventana de Garabito y las intenciones correctas, un don reservado a almas escogidas.
Es tan importante saber llegar como quedarse. Ayudar, equivocarse, pedir perdón, irse, abandonar la mentalidad middle class, no dar el coñazo y permitir que cada uno viva, escriba o haga valer las redundancias como quiera.
Santiago de Mora-Figueroa y Williams, marqués de Tamarón, cuenta que su primer libro lo presentó Luis Rosales. Tras el acto, en un salón de la escuela diplomática en Madrid, el poeta granadino le preguntó al que con el tiempo acabaría siendo director del Instituto Cervantes que con qué escribía. Tamarón le respondió que con pluma.
Rosales le corrigió: Digo de beber. Yo solo escribo con coñac.
Y con todo, pienso que la vida desnuda y la humanidad doliente espolean el talento mejor que cualquier Negroni. Con el aliciente de que no corres en riesgo de convertirte en un vídeo de Pantomima Full.