Jorge Martínez Lucena | 04 de noviembre de 2019
La ejemplaridad de Messi quedó en entredicho tras su fraude a Hacienda. La perfección es inalcanzable y eso nos recuerda la necesidad de misericordia del Dios cristiano.
En la sociedad del olvido de Dios tendemos a encumbrar a las celebrities. Es como si en el hombre hubiese un resorte inconsciente que lo inclina a adorar, a arrodillarse, a reconocer el alivio que supone abandonar el propio narcisismo. Pese a la difusión actual de los modelos de liderazgo más agresivos, en los que se pretende proveer a los elegidos con un conjunto de skills que los convierta en sujetos invulnerables y ejemplares, la mendicidad antropológica es algo que se sigue revelando incluso en la consolidación del parnaso del famoseo actual, repleto de juguetes rotos en sus muy diversas versiones.
Las estrellas del fútbol forman parte de esa fúlgida clase semidivina que centellea en nuestro universo de consumo globalizado. Son una estirpe que se prolonga en los años, desde Pelé, Di Stefano, Kubala, Cruyff o Maradona hasta Ronaldo, Ronaldinho, Cristiano Ronaldo, Messi o Neymar. Son dioses efímeros que retratan perfectamente el ideal absolutamente pasajero que habitualmente nos guía y que no resiste -ni siquiera lo intenta- el embate del tiempo.
Muchos de los mejores jugadores de la historia han muerto ya. Otros siguen vivos y, como las grandes divas de otrora, ya han manifestado su declive: Maradona fue víctima de la cocaína, el sobrepeso y su propia irascibilidad; Ronaldo se reinventó como empresario; Ronaldinho sigue cerrando locales y frecuentando torneos de fútbol-playa mientras su sonrisa se torna cada vez más ojerosa. Además, están aquellos que siguen presuponiendo su infinita fortaleza: como Neymar, que se divierte en su juventud ditirámbica e inconsciente junto a sus inseparables toiss; o como Cristiano Ronaldo que, cerca de cumplir los 35 años, sigue compitiendo al más alto nivel atlético con una apariencia de gladiador posmoderno que suele localizarse en sus frecuentemente aventados abdominales.
El caso de Messi, sin embargo, es ligeramente distinto. Su paradigma parece otro. Tanto su modo de posar ante la cámara como su timidez al hablar o expresarse dibujan una personalidad poco dada al histrionismo. Es como el vecino de al lado que ha triunfado por sus descomunales dones naturales, alimentados desde temprana edad por inyecciones de hormonas del crecimiento, el saber hacer de la escuela de la Masía y un trabajo comprometido de hormiguita hacendosa.
El astro argentino parece blindado ante la megalomanía. Es como si conociese su límite. Vive una vida de lujo, aunque lo primero es su familia. Lo dice en la entrevista que concedió recientemente a RAC1 cuando le preguntan si le gustaría terminar jugando en Newell’s, en su país natal: «Siempre soñé jugar allí, vivir el fútbol argentino, que es muy diferente a cualquier parte del mundo, pero hay que pensar más en la familia que en lo que uno quiere».
Messi es un buen chico que da millones de euros para construir alas de hospitales infantiles, es un hiperpadre que se preocupa por sus hijos. Lo volvemos a apreciar cuando le preguntan cómo le sienta que lo comparen con Dios y responde entrecortado: “No me preocupa, pero no me gusta. Con lo lindo que es que te digan, y siendo respetuoso con todo eso, porque sé que lo dicen sin maldad, pero me parece exagerado que se diga así. Sobre todo por mis hijos, que escuchan y repiten todo. Me dicen Leo Messi y si oyen lo otro…»
Y, pese a toda esta loable corrección, hay algo en su conducta que resulta insuficiente, porque a uno le da repelús postrarse ante la medianía. Pese a la excepcionalidad de muchas de sus jugadas, asumirlo como ídolo supone conformarse con un premio de consolación, con un recorte del propio deseo. Lo que uno quiere no solo es estar bien y que todo fluya, algo que sabemos que no va a pasar siempre, sino un ideal mucho más descomunal, que no sea un mero punto medio calculado con escuadra y cartabón.
Al final, basarlo todo en ser un buen chaval es engañarse a uno mismo. Se aprecia cuando le preguntan a Messi por su fraude a Hacienda: «Creo que se vio. Fui el primero y por eso fueron tan duros. Se ensañaron conmigo y demostraron así que iban a por todos. Fue duro por todo lo que pasó en ese momento. Lo mejor es que los niños eran pequeños y no se enteraron de nada». Y acto seguido, en lugar de entonar el mea culpa, confiesa: «Sinceramente, en esa época, tuve en la cabeza largarme. No por el Barça, sino por querer irme de España. Me sentía muy maltratado y no quería seguir más acá”.
? Messi, en @rac1:
➡ "Cuando tuve el lío de hacienda, tuve en la cabeza largarme"
➡ "No por dejar el Barça, sino por querer irme de España"
➡ "Sentía que estaba siendo muy maltratado" pic.twitter.com/xljYvegASC
— GOL (@Gol) October 9, 2019
El verdadero atractivo humano no consiste en una supuesta y utópica ejemplaridad, tal y como se puede apreciar en san Agustín, en san Francisco, en Edith Stein o en Dorothy Day, en cuyas vidas la fragilidad se mostró innegable, aunque no invencible. La perfección no es un atributo humano, por eso pretenderla es una tarea desproporcionada, condenada al miedo, la huida, el autoengaño o a la pública mentira.
Alguien admirable, a la altura de la condición y el deseo humanos, es más bien un testigo, un testimonio, alguien cuya existencia se hace eco presente de un amor que lo precede, de un Dios como el cristiano, cuya misericordia le permite manifestarse a través de presencias imperfectas -casta meretriz, llamó la tradición a la Iglesia, en una de sus más curiosas formulaciones- en las circunstancias más adversas.
Con ese tipo de excelencia humana no se acaba el mundo si uno mete la pata y dice: “Lo siento. Me equivoqué. Estuve mal. Me arrepiento de haberlo hecho. Pagué y pagaré por ello. Pero vamos hacia adelante, pese a lo que digan de mí”. Es un alivio descubrir que te pueden querer tal cual, con todas tus debilidades. Así, hasta las propias heridas hablan, documentan que la imperfección no vence, ni sobre uno mismo, ni sobre los demás, ni siquiera sobre los propios hijos, que, dentro de esa gratuidad, pese al límite de los padres, pueden crecer confiados.
Incluso Messi necesita un amor así.
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