Esperanza Ruiz | 05 de julio de 2020
La elegancia es un don, pero también un arte que se cultiva conociéndose a uno mismo y adaptando la actitud exterior a la interior. La visión del hombre elegante está llena de miopías de clase.
Gary Cooper. Fin del artículo.
Cary Grant -si quieren que amplíe-, por encargar sus camisas en Burgos, un clásico de la camisería patria, y sacar partido a esos insulsos trajes de Kilgour que en él resultaban perfectos.
Gianni Agnelli, a pesar de ser el padre de la monstruosa escuela de la sprezzatura (o el descuido estudiado) que tantos males nos trae hoy.
Y Steve McQueen. Es raro encontrar a alguien que le saque tanto partido a unos pantalones de loneta y a una cazadora.
Ahora sí. Ellos cuatro lo han sido todo en el mundo de la moda masculina contemporánea. Es difícil apartar los ojos de la pantalla cuando aparecen.
Estaban antes de que el atuendo fuera el fin y no el instrumento. De seguir existiendo, no harían falta tinglados como Pitti Uomo (salón italiano de la moda masculina). Ellos solos podrían anular todo el universo de tenderos, sastres y compradores de grandes almacenes en el que se ha convertido ese happening vestimentario masculino que rige los destinos sartoriales de algunos.
El problema fundamental es el nacimiento de los nuevos modelos de negocio -la era de Internet y de las redes sociales- que, por un lado, visibiliza a algunos artesanos locales pero, por el otro, «marketiniza» y «estandardiza» la elegancia.
No hace falta saber de moda para darse cuenta de que casi cualquier hombre de los años 40-50 tenía algo de lo que carecen los «nuevos elegantes», esos con pinta de Leiva pasados por Nápoles o Savile Row.
Fíjense en Camus, por ejemplo. Convertido en icono por el sempiterno cigarrillo en la comisura de los labios, su gabardina con el cuello subido en una mañana nublada, su mirada inteligente y sus desencuentros con Sartre. Tengo la teoría de que el filósofo le molestaba más por feo que por comunista. Albert Camus prioriza la nobleza y el honor en el oficio de escribir. Un hombre elegante escribe.
Y es que el aspecto de canallita posmoderno, de hipster elegante, de miembro de la familia Shelby y los preceptivos tatuajes y undercuts, acompañados de un traje caro, jamás tendrían nada que hacer frente al estilo desenfadado de Cooper. Este resultaba igual de magnético con un drape cut (ah, la sastrería inglesa) que vestido de cowboy. Azorín llegó a comparar al sheriff de Solo ante el peligro con el hidalgo de la Mancha.
La elegancia es un don de la naturaleza, pero también un arte que se cultiva conociéndose a uno mismo y adaptando la actitud exterior a la interior. El atractivo es aleatorio e injustamente repartido, pero la personalidad, la virilidad, la honestidad intelectual y el espíritu se pueden trabajar y deben transmitir algo. Si solo traduces lo que el Mercado quiere de ti, acabas siendo como Beckham o Cristiano, cosa que no está mal cuando el horizonte vital de uno es llenar el tálamo de aspirantes a modelos y frecuentar discotecas de moda. To live outside the law you must be honest, que diría Dylan.
¿Qué es un hombre elegante?
Un hombre elegante no es un dandi, un hombre elegante practica el don de sí mismo y calcula sus excentricidades.
Un hombre elegante no habla de dinero. Un hombre elegante no hace videollamadas. Un hombre elegante no mantiene conversaciones sobre política desde Anthony Eden.
Un hombre elegante anhela un escritorio de viaje -el de sir Arthur Conan Doyle era de la maison Goyard– o un baúl biblioteca como el de Hemingway. Un hombre elegante solo debería viajar para hacer un grand tour. A un hombre elegante no se le ha perdido nada fuera de Occidente, no tiene necesidad de abandonar la civilización, valga la redundancia. La campiña inglesa cuenta como civilización.
Un hombre elegante sabe que My Way es de Claude François. Un hombre elegante usa estilográfica. Le interesa, en casi todo, el gesto del artesano y la técnica secular; conservar rasgos de un pasado que, para él, desaparece angustiosamente rápido. Un hombre elegante no es muy práctico.
Si tenemos en cuenta que la elegancia es centrífuga -sale del centro de la persona y no de la indumentaria-, deberíamos poder ser flexibles en algunos aspectos. A priori, todos ustedes me dirían que un hombre elegante no lleva joyas. Y yo estaría tentada de darles la razón, pero es ver la foto de Clark Gable con una esclava en la terraza de un restaurante (en 1953, en Venecia) o de tipos con chevalières y abalorios bien llevados y me digo, una vez más, que las generalidades las carga el diablo. Una cosa es que uno elija decorarse poco o nada y otra bien distinta es que hacerlo no sea elegante. Pues oigan, dependerá de la gracia, el momento y la personalidad de cada cual.
A menudo, la visión del «hombre elegante» está llena de miopías de clase y lugares comunes. Los tirantes y el chaleco, por ejemplo, se consideran cosas de «gordo». Y yo juro por Alexander Kraft que los tirantes hacen que los pantalones sienten mejor, y el chaleco, bien llevado, puede tener su aquel. De hecho, para climas donde el frío es soportable, puede llegar a evitar un abrigo que, como decía Foxá, es caro de mantener. Todo esto es una cuestión de gustos y haríamos mejor en no pontificar mucho sobre el asunto en una época donde el streetwear hace estragos.
Ocurre lo mismo con el cuello vuelto en los hombres. De nuevo, depende. Un torso estilizado y una estructura ósea ad hoc lo aguantan todo. Si su biotipo es más tirando a pícnico, permítame anunciarle que tiene muchas papeletas para parecer un mando medio del RN, el partido de Marine Le Pen (cuyo padre, por cierto, llevaba de maravilla los col roulé).
Pero sí hay reglas. Un hombre elegante cree en Dios. Un tipo con una chaqueta de tweed, arrodillado en la catedral de San Esteban elevando una plegaria, no tiene nada que envidiar en elegancia a cualquiera de las instantáneas que ilustran el libro Enduring Style, el monográfico -prologado por Ralph Lauren– que Bruce G. Boyer dedica al estilo de Gary Cooper a partir de fotografías del álbum familiar del actor. Cooper, por cierto, como no podía ser de otra manera, luce impecable en la audiencia que mantuvo en Roma con Juan XXIII. Un hombre elegante, cual capitán de barco antiguo, es la autoridad suprema a bordo, por debajo solo de Dios y gracias a Él. La elegancia es, pues, revolucionaria.
Un hombre elegante jamás pisaría una facultad de periodismo o políticas después de los año 50. Un hombre elegante nunca pediría el menú degustación. Un hombre elegante sólo tiene un abogado. Y porque es su amigo. Un hombre elegante se comporta como si fuera otoño siempre. Fuera de unas manos viriles, recias y cuidadas no es posible la elegancia.
Como nos recordaba magistralmente Armando Pego en su artículo Belleza para Eldebatedehoy.es, Roger Scruton solo encuentra una vía para surfear la posmodernidad: la íntima y necesaria conexión entre moral y belleza.
Un hombre elegante leería este artículo una sobremesa de domingo, con una media sonrisa y un dionisíaco Octomore en la mano. Entonces, se dispondría a pasar la tarde revisando el ensayo sobre la Nobleza de Espíritu de Enrique García-Máiquez.
Sé que me van a pedir referentes entre nuestros coetáneos y me adelanto a sus deseos: no le pierdan la pista al diplomático y escritor Mario Crespo ni al jurista y experto en moda Juan Pérez de Guzmán
El fallecimiento de Roger Scruton lleva a reflexionar sobre su legado. El filósofo británico apuesta por la íntima y necesaria conexión entre moral y estética como un tipo de culto posreligioso.
El amor es un niño pobre que se divierte toda su vida, cada jornada, con el mismo juguete. Si no amamos, necesitamos la novedad.