Armando Zerolo | 05 de noviembre de 2019
La paciencia no es cosa de niños, tampoco de cobardes. La paciencia respeta el tiempo de las cosas. El que tiene paciencia espera, y el que espera sabe.
Era un día de invierno de la infancia, uno de esos días en los que la casa se iba oscureciendo sin quererlo. Había días mortecinos en los que la luz apenas ocupaba espacio. En la penumbra de aquel pasillo largo sobrevenía un repentino temor. La tarima crujía, las paredes se elevaban y el pasillo no tenía fondo. Los olores desaparecían porque los lugares que dan miedo no huelen a nada. Paredes informes y vértices sin salida, un pasillo y nada más. El terror es el último refugio cuando todo lo demás se ha vuelto extraño. Y entonces el grito, que es la mano tendida del que lo ha perdido todo menos la capacidad de sufrir. Grita el niño, grita el que se arroja al vacío y grita el que se lanza a la batalla, como cruje el árbol antes de empezar a caer o el muro antes de ceder. Grita el que se sabe caído, el que cree que lo ha perdido todo.
El valiente no grita, el valiente espera. Sabe que alguien plantó una semilla en la tierra y no desespera por no verla germinar. El niño que planta un garbanzo hunde el dedo en la tierra, el dedo pequeño, el dedo limpio, el dedo inquieto, para ver si ya sale el brote. Pero antes salen las raíces que el tallo. Raíces que son como de hielo, blanquecinas y casi transparentes, que no se dejan tocar por un dedo caliente y curioso de niño. Raíces que no se doblan todavía porque son demasiado tiernas, porque para dejarse doblar hay que haber vivido mucho. Y el niño que busca el brote verde mata la raíz por no tener paciencia con la semilla.
La paciencia no es cosa de niños, tampoco de cobardes. La paciencia respeta el tiempo de las cosas. El que tiene paciencia espera, y el que espera sabe. Sabe que el garbanzo fue antes planta que semilla, que el trigo fue campo y la castaña sombra. Para esperar hay que querer. Querer lo que es con la misma fuerza con la que se odia la imagen proyectada. La fuerza del valiente es la caridad. Fuerza para esperar sabiendo que la vida pide tiempo y que lo vivo crece despacio. Decía Romano Guardini que “la paciencia es la fuerza bajo cuya custodia puede desplegarse la vida que nos está encomendada”.
La paciencia exige la comprensión de cómo se realiza la obra de arte. El tránsito de nuestras ideas a la realidad es un éxodo por el que nuestra voluntad hace la travesía del desierto. Es un camino para aventureros, para amantes de la vida, de los pliegues del paisaje, de las dunas, las olas y las estrellas, pero hay que soportar la sed, el frío y la fatiga.
Para caminar hace falta valor; para pensar, imaginación. Las imágenes no entienden de tiempo, de polvo y óxido. Son puras en el pedestal de nuestra imaginación porque no se comprometen con las imperfecciones de las cosas vivas. Pero en las imágenes no se vive, ¿o acaso alguien ha olido alguna vez un sueño? No, los sueños no huelen, como tampoco huelen las ideas. Huelen los libros viejos, huelen las flores, y huelen las casas.
Hay que ser valiente para aceptar que las cosas nos afectan, que es imposible no pincharse al podar un rosal, ni mancharse jugando con un niño, ni pringarse al cocinar. Hay que ser valiente para llevar la medalla de la mancha, para reconocer que “estamos condenados a ser más grandes que nosotros mismos”, como decía Camus en Los justos.
La paciencia es la fuerza bajo cuya custodia puede desplegarse la vida que nos está encomendadaRomano Guardini
Los cobardes gritan porque no conocen, y no conocen porque no aman. Gritan al niño que no acierta, gritan al alumno que no entiende todavía, gritan al cansancio y gritan al hambre, gritan a la necesidad y a la imperfección. Gritan porque desesperan. Gritan al presente porque pide tiempo, porque no entienden que en el aquí y ahora aún hay mucho por venir.
Los hay que dicen que es tiempo de valientes, y es verdad. Es tiempo de concederle a las cosas el tiempo que nos piden, porque el tiempo no se exige, se implora, como la caridad. La paciencia que nos suplica un niño, una crisálida o una semilla, es la misma que nos pide el presente. Pero no comprendemos, no entendemos que aquí y ahora también hay algo que está por venir, y como niños desenterramos la semilla.
(¿Es de valientes quemar contenedores, enfrentarse a la Policía, al Tribunal Supremo o al Papa? ¿De verdad es de valientes gritar contra las leyes, las instituciones, Europa o la Iglesia? De valientes es entender que son realidades vivas que también necesitan su tiempo para mostrar el cambio que llevan dentro).
El momento del abandono es breve, dura lo que se tarda en cerrar una puerta, pero el espacio que queda es enorme.
El truco para escapar de la costumbre es amar la costumbre. Entonces todo es nuevo aun siendo lo de siempre.