Ricardo Franco | 06 de abril de 2021
El problema, hoy, es la lejanía como distancia reactiva, desde la que nos posicionamos ante todos, como si hubiéramos levantado un muro invisible entre nuestro corazón y la vida real.
La prisa nos ciega -dicen-. Debe ser por eso que siempre saludamos a la gente y a los acontecimientos con un gesto simpático de despedida, desde lejos, desde otra acera sin acercarnos mucho; quizá por no ser molestos o llegar antes a otro sitio, donde no siempre nos esperan… Pero creo que el problema no es la prisa. He aludido a ella solo por empezar estas líneas con una pizca de épica urbana.
El problema, hoy, es la lejanía como distancia reactiva, desde la que nos posicionamos ante todos, como desde un risco en medio del desierto, o como si hubiéramos levantado un muro invisible entre nuestro corazón y la vida real, para que nada ni nadie nos toque, o nos corrija. Porque se supone que ya sabemos todo y hemos visto todo, aunque, en el fondo, solo vemos aquello que otros -dicen- ver por nosotros.
En esa lejanía, más allá de lo razonable, todo se difumina, se confunden las formas y el contorno, y apenas distinguimos los detalles del paisaje de los otros: su rostro y su drama, que es nuestro mismo drama, sus gestos o el brillo que brota del cielo de sus ojos, donde a veces hay brumas, tormentas y marejadas, y otras veces hay veleros surcando los mares al atardecer. Pero, desde tan lejos, no podemos ver nada de eso en nadie, y pasamos de largo -ahora sí-, con mucha prisa, excusándonos, entre las personas y el misterio de su belleza escondida bajo las gruesas capas de apariencia y superficialidad.
Pero alejados, distantes, fuera de órbita, en la soledad oceánica de nuestro espacio sagrado tampoco vivimos del aire, porque de algo hay que vivir… Y, así, exprimimos las horas, las razones, los monólogos en bucle, intentando mantener un equilibrio imposible o, -de nuevo-, poner un poco más de distancia, medida y sopesada, desde la que acomodar la contradicción del escándalo moralista y la voracidad propia del deseo; es decir, intentando no sufrir de más por los arañazos que nos provocan el roce y la erosión de los otros, a pesar tantos esfuerzos inútiles para no dejarnos tocar.
En esta estrategia de lejanía, casi en el borde del precipicio mítico de la ausencia, donde decían los antiguos que habitaban unos dragones casi tan fieros como nosotros, caminamos escondiendo la herida que solo se advierte por el reguero de sangre que gotea y mancha todo, y vamos absortos en el dolor y la fatiga de perseguir, paradójicamente huyendo, algún consuelo inalcanzable.
La eutanasia de los sentidos es solo consecuencia de una fuga premeditada de hombres acostumbrados a no saber vivir y a huir de sí mismos con los nuevos opios
Absortos y alejados, nos encerramos, misteriosamente, después de la consecución del deseo, o en la cúspide de su plenitud; después de la risa y la anhelada distracción; después del acontecimiento ansiosamente esperado como una «tierra nueva» de la que manan los placeres de la imaginación adolescente -no sé si lo recordáis-, y al final de la farra se apagaban las luces de la fiesta, y se encendía el alba al volver a casa en un vagón lleno de rostros con la misma mirada de túnel y memoria muerta.
Así, un día y otro; de la fiesta a casa y del trabajo al anhelo escapista y a la imagen ensoñadora de otra vida más apasionante, mientras los años van pasando como nubes sobre la ausencia de un náufrago en su isla paradisiaca, en medio de las rutas menos transitadas, donde tampoco se cumple la ilusión de libertad, o la esperanza de empezar de nuevo con los mismos mimbres que, cotidianamente, ceden al peso de la jornada. Y entonces, cegados y doloridos por las quemaduras del sol, solo ansiamos la deriva de una corriente mansa que nos acerque a alguna orilla donde, por fin, descansar del zumbido insoportable de nuestra propia voz.
De ahí a la tentativa del exceso de anestesia, ya no queda mucho espacio. Por eso, al final, después de todo, frente a la enfermedad y la decadencia propia de lo humano, la desconexión o la ataraxia, la eutanasia de los sentidos, o como queramos volver a nombrar eso, es solo consecuencia de una fuga premeditada de hombres acostumbrados a no saber vivir, y a huir de sí mismos con los nuevos opios, aséptica y legalmente ofrecidos por piratas de la palabra y pícaros de la moral, como el nuevo producto sin objeto, insípido e inerte, en forma de burbuja llena de nada en la que dejar de ser; como una bomba de vacío que implosione en el centro mismo del alma y los recuerdos que, irónicamente, llamábamos vida. Desperdiciada vida. Olvidada vida, que a nadie parece ya importarle, excepto a su creador.
«Cuando quitas el dolor al paciente, el 100% de las veces se suprime la demanda de eutanasia», explica Marcos Gómez, uno de los máximos exponentes mundiales en medicina paliativa. Para el doctor, lo prioritario es atender a los enfermos, no legalizar una forma de terminar con ellos.
El pensador francés, referente intelectual de nuestro tiempo, afirma que el aborto y la eutanasia están concebidos como negocios rentables. «Los supremacistas de nuestros días prefieren eliminar las vidas que consideran no deseadas desde antes de nacer. Es más discreto, menos costoso y más seguro», añade.