Jaime García-Máiquez | 06 de agosto de 2021
A mediados de junio de 1961, en un pueblo perdido llamado San Sebastián de Garabandal, cuatro niñas de unos 11 años dijeron ver a un ángel, que tras varias apariciones les anunció que verían a la Virgen del Carmen. Una historia absurda, irreal, por lo que en principio todos lo creyeron.
Hace sesenta años (18 de junio de 1961) en un pueblo perdido llamado San Sebastián de Garabandal, del insignificante municipio de Rionansa en la comarca de Saja-Nansa, cuatro niñas de unos 11 años –Conchita, Jacinta, Mari Cruz y Mari Loli- dijeron ver a un ángel (Arcángel san Miguel), que tras varias apariciones les anunció que verían a la Virgen del Carmen (16 de julio). Lo que sucedió unas 2.500 veces entre 1961-1965. Una locura. Era una historia absurda, irreal, por lo que en principio todos lo creyeron -nada hay más verosímil que lo imposible- “ciegamente”.
La Iglesia de entonces atacó aquella patraña con fiereza bíblica: «Esto lo acabo yo cueste lo que cueste» clamó Monseñor Vicente Puchol Montis (1915-1967), heredero del marquesado de La Bastida y por entonces Obispo de Santander, que acabó con su vida -con esto sí que consiguió acabar- en un penoso accidente de automóvil poco después. Uno tras otro los Obispos de Santander rechazaron las apariciones: Beitia Aldazabal (1962-1965), Puchol (1965-1967), Cirarda Lachiondo (1968-1971), Del Val Gallo (1972-1991)…
Aquella fantasía mística estaba condenada a la parodia, a lo anecdótico de la España Negra, resucitada quizá, en el mejor de los casos, por una trasnochada serie televisiva o por un novelista pintoresco. Pero no ha sido así. El olvido no ha podido con Garabandal, inexplicablemente. Algo ha seguido latiendo en aquella aldea con la insistencia de una verdad secreta. Aquellos hechos histriónicos parecen cada día más auténticos, convencen, convierten y transforman cada vez a más personas. Acaso sea más increíble su perdurabilidad en el tiempo que el rocambolesco recuerdo de su historia.
El olvido no ha podido con Garabandal, inexplicablemente. Algo ha seguido latiendo en aquella aldea con la insistencia de una verdad secreta. Acaso sea más increíble su perdurabilidad en el tiempo que el rocambolesco recuerdo de su historia.
En general a la gente le asombra de que algunos tengan ‘apariciones’. A mí lo que me pasma es que no las tengamos todos: Jesús de cuerpo presente en el Sagrario delante de nuestros ojos y tenemos más dioptrías que un ciego, que al menos oye (Mc 10, 46-52). Yo me froto los ojos, incrédulo, atónito de mi propia ofuscación, y suplico sin éxito «Señor, que vea», pero nada: ciego de por vida. Ante las apariciones, los milagros, las conversiones o la misma piedad popular, “los listos” se sonríen con esa petulancia fétida que desprenden los cínicos.
Que una monja como Sor María de Jesús de Ágreda escriba la descomunal Mística Ciudad de Dios, libro prohibido durante un tiempo, que un misionero se gaste la vida en proclamar el nombre de Dios en la ciudad de los gatos de Kuching de Malasia o que unos videntes afirmen ver a Jesús, la Virgen, el arcángel san Miguel o el Padre Pío durante cuarenta años, expuestos al escarnio y la difamación, y lo hagan impulsando la Fe, exhortando al ayuno, la vigilancia sobrenatural, el rezo del rosario y la obediencia a la Iglesia, es algo que no se puede entender que sino venido de lo sobrenatural, y lo más probable del lado de la Luz y la Vida. El demonio no aguanta tanto. No le gusta -ni para confundir- proclamar la misericordia de Dios, el arma poderosa del rosario o el regalo de la Eucaristía.
Elizabeth A. Johnson, profesora de teología en la jesuita Universidad de Forham (Nueva York) afirma que han llegado a existir en la historia de la Iglesia Católica unas ochenta mil reclamaciones de aprobación de apariciones sobrenaturales, de las cuales Roma no ha llegado a aceptar ni el 1 %. La puntillosa prudencia de la Iglesia no proviene en absoluto de la soberbia sino de la sabiduría de Dios, del conocimiento de Su amor por lo discreto, por lo alejado -en su infinito poder- del espectáculo. Quizá un día comprenderemos con desconcierto que para Él no hay nada más extraordinario que lo ordinario, nada más sobrenatural que la vida diaria. Por eso es una llamada de atención que el 80% de las apariciones aprobadas por la Iglesia en su historia sean de finales del siglo XIX y del XX: ¿qué no está queriendo decir el Cielo con esta apremiante insistencia?
Tras rechazar las apariciones de Garbandal, de pronto, el propio Obispo Juan Antonio del Val Gallo abrió una rendija en la puerta angosta, pues en 1987 inició una investigación (por desgracia, mal pensada, peor trabajada y del todo inútil) y se anuló la prohibición a los religiosos de acercase a aquel municipio cántabro. La puerta se abrió de golpe por una patada que le propinó en 1992 el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, un tal Joseph Ratzinger, instando con emoción contenida desde el Non Constat actual a seguir investigando. El ahora vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española, Carlos Osoro, en su calidad de administrador apostólico de la diócesis de Santander, exhortó en 2007 al nuevo Obispo responsable con estas palabras: «Estoy seguro de que promoverá los estudios para que se examinen con mayor profundidad los sucesos de Garabandal. He conocido conversiones auténticas». No es baladí afirmar que el Padre Pío, Marthe Robin, Teresa de Calcuta, Madre Esperanza o Pablo VI, apoyaron las apariciones de Garbandal.
La inocencia de las niñas, la coherencia de sus narraciones, lo insólito de lo que estaba sucediendo, el mensaje que decían transmitir del Cielo, indujo a Eugenio Beitia incluso, el primer Obispo que condenó las apariciones, a reconocer finalmente que «no hemos encontrado materia (doctrinal) de censura», algo que aún hoy se afirma desde la Iglesia. Esto es esencial, pues la aprobación oficial de una aparición depende en primer lugar de la ortodoxia del contenido doctrinal, y en segundo de las circunstancias epifenomenológicas, es decir de los efectos físicos que acompañan a los hechos.
En Garabandal se dieron arrobamientos, hiperextensión del cuello, levitaciones (el médico Dr. Ortiz recuerda con especial impresión cómo pasaba el brazo por debajo de una de las videntes suspendidas en el aire. Entre los informes médicos favorables a lo sobrenatural destaca el del prestigioso Dr. Apostolides, Jefe del Servicio de Pediatría de Troyes, Aube ,Francia, de 1965), hierognosis (el don de reconocer lo sagrado), impasividad natural (a las pobres niñas las pinchaban, las quemaban con cigarrillos, iluminaban sus ojos con potentes focos sin la consiguiente miosis o contracción de sus pupilas), comuniones místicas (la de la madrugada del 19 de julio de 1962 fue visible, y existen fotografías y grabaciones del suceso. Es significativo, ahora que la comunión está tan manoseada, que aquel signo del Cielo que pedían las niñas se encarnara en un milagro Eucarístico. Bien decía Lutero que para echar abajo la Iglesia de Roma bastaba con destruir el rito en que se desarrollaba la Eucaristía, es decir la misa), etc., etc.
Estos hechos externos se permitieron para revestir de credibilidad una llamada de conversión, sintetizada en dos breves mensajes. En ellos se pedía sacrificios para expiar los pecados, una mayor atención a la Pasión y la Eucaristía, se expresaba la preocupación por la santidad de los sacerdotes («Los Sacerdotes, Obispos y Cardenales van muchos por el camino de la perdición, y con ellos llevan a muchas más almas»: como es natural, estos dijeron que las apariciones no podían ser verdad) y se advertía de la llegada de un Aviso -que ocho días antes notificará en público una de las videntes, Conchita González (1949)-, un Milagro y un Castigo, con el que culminará el Fin de los Tiempos (que no Fin del mundo, claro).
El Aviso será una iluminación de conciencias universal, una especie de juicio particular. Unos ocho meses después sucederá un hecho natural anti-natural, el Milagro, que se podrá ver, fotografiar y grabar en Garabandal (una gran cruz en el cielo, dicen algunos), y al que el periódico El País y los demás medios de comunicación mundiales darán una vulgar explicación técnica. Como todo esto no lo cree ni lo va a creer nadie, vendrá el Castigo del que no sabemos más que será «una purificación por medio del fuego», tal como lo describieron las niñas videntes, a las que les fue concedido verlo en una aparición el 19 de junio de 1962; la llamaron La noche de los gritos: solo a las cuatro niñas les fue permitido subir a Los pinos aquella madrugada, pero sus chillidos de terror mantuvieron sobrecogido al pueblo toda la noche. Tiene su gracia, y su Gracia, que a la mañana siguiente se confesara el pueblo entero con el pobre cura.
Estas cosas han estado prácticamente ocultas más de medio siglo, como poseídas por un diablo mudo. Pero, como he dicho, algo está pasando allí, latiendo cada vez con más fuerza. El pueblo, que no conoce… pero reconoce, lo siente y lo sabe. Y acude en peregrinaciones cada vez más frecuentes, sencillas y luminosas. Cuando Jesús entró en Jerusalén, le aclamaba la multitud con el título mesiánico de Hijo de David: «Bendito el que viene en nombre del Señor»; los Príncipes, Escribas y Fariseos le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos. Él les respondió: os digo que si éstos callan gritarán las piedras» (Lc 19, 39-40).
Por encima de la perspicacia de los incrédulos, los rechazos explícitos o las críticas privadas, la Luz se está abriendo paso entre las grietas, el mensaje de Dios avanza con sigilo constante, y la Virgen impone el indómito olor a nardo de su presencia. Los valles parece que lo comentan, los ríos lo propagan sonrientes por la toda comarca de Saja-Nansa, los pinos de Los pinos lo cantan y las piedras han empezado a gritarlo: algo está pasando en Garabandal, algo grande va a pasar allí. No puede ser mentira tanta belleza.
Cuando pienso en Garabandal –lleno de miedo y júbilo- me viene a la memoria aquella frase que una de las videntes, Conchita González, dijo a un periodista que le pidió a unas palabras que hablaran del fin, de la culminación de todas estas cosas. La antigua vidente contestó con serenidad y sin pestañear, y con esa sonrisa adolescente que ha tenido siempre: «Lloraremos de lo que Dios nos ama».
Ninguno seremos a priori capaces de tener una aparición extraordinaria como la que tuvo Pablo. Pero, si somos fieles a las sugerencias que nos hacen san Ignacio y el padre Ayala, sí podríamos aplicar los sentidos a las apariciones del Resucitado.
El Festival de la Juventud, que este verano cumplía 31 años, ha mantenido la cita, con un número más reducido de participantes, pero con el mismo espíritu de oración y alegría en torno al lugar de las aparaciones.