Esperanza Ruiz | 06 de diciembre de 2020
La historia de Flora, esa mujer víctima de todos los «soma» que ofrece la posmodernidad y que protagoniza la portada de The New Yorker.
Flora es una mujer libre e independiente. Nació a principios de los 90 en algún punto de la España vaciada que le cuesta confesar, sobre todo cuando está malasañeando o chuequeando los findes por la mañana. Se lo ha montado bien. Vino a estudiar a Madrid hace algunos años y ahora ha alquilado un pisito en un antiguo inmueble con corrala, pero reformado. Lo paga caro, aunque ella es feliz en su barrio que cuatro fachas tildan de «estercolero multicultural». Tiene a un tiro de piedra la zona de Embajadores, que un conocidísimo grupo editorial ya considera como una de los más cool de Europa, algo que le llena de orgullo y satisfacción. A veces, cuando va a cenar al restaurante armenio de la esquina dedica una sonrisa a Mamadou, recién llegado de Costa de Marfil vía Mauritania, y un sentimiento de solidaridad la invade. Subió una foto con él a Instagram: hashtags #blacklivesmatter #lasrazasnoexisten #picoftheday.
Como Andrea Levy, Flora enloquece bailando la versión que Ojete Calor ha hecho del Agapimú. Eso sí, ella baila sola. O más bien con su grupo de amigos gais y alguna amiga. Pasa de complicarse la vida con los tíos. Después de una relación traumática con su novio detodalavida -con el tiempo se dio cuenta de sus innumerables micromachismos-, y alguna que otra decepción, no se plantea nada. Solo escoge en Tinder. Flora ha conocido más hombres que la Tacones, pero se siente muy empoderada. Hasta tal punto que acaricia la idea de intimar con una mujer… De todas formas, cuando la cosa no está muy boyante siempre puede utilizar el artilugio rosa a pilas -que compró con descuentazo de Black Friday- después de una copa de Verdejo. Si eso no la ayuda a dormir, tirará de ansiolíticos. Mañana lo comentará con un coach que ha empezado a ver; están trabajando la resiliencia y la actitud disruptiva. A Flora le gusta mucho pensar out of the box.
Flora está abonada a todas las plataformas de entretenimiento posibles. En Twitter comenta que está esperando con muchas ganas lo último de David Simon sobre las Brigadas Internacionales, pero en el fondo le gusta Emily in Paris y su placer culpable son los realities donde fornidos maromos intiman, o pretenden intimar, con el sexo opuesto -si es que el sexo opuesto existe y no es un constructo social-. Flora nunca se ha puesto «como las Grecas», si acaso pequeños excesos alcohólicos y benzodiacepinas que toma a escondidas, pero le encanta decir que se pone «como las Grecas». Algún finde, sola y para acompañar la enésima reposición de Friends o Sexo en Nueva York, pide un exceso de grasas e hidratos de carbono a cualquier aplicación que ha descargado en el iPhone. Le trae la manduca Wilfredo, por el que tiene menos simpatía que por Mamadou. Quizá el problema estribe en que el pobre Wilfredo tiene una pinta demasiado heteropatriarcal y cristiana.
Flora es víctima de todos los «soma» que ofrece la posmodernidad: comida basura, tranquilizantes, entretenimiento «penevulvar» –Juan Manuel de Prada dixit– y la tecnología que producen los hechiceros repartidos entre Nueva York y el Valle del Silicio. Al menos tiene en común con ellos que es pro Biden y que le cae bien Mamadou.
Se sintió aliviada cuando leyó en un tuit de Clara Serra que había que cabalgar las contradicciones sin culpa. La exdiputada de Podemos se refería al feminismo argentino que rinde culto a Maradona, pero Flora ha comprendido así que los «lunes sin carne», que lleva a rajatabla, no están reñidos con el buey de Kobe que se calza cuando sale a cenar al japo con las de la «ofi». Sin embargo, ella no es de Podemos. Prefiere todos los -ismos con el barniz de Ciudadanos, que le da un aspecto más aseado al asunto.
Políticamente Flora es un grifo de agua templada. Gasta la ideología de un yogur desnatado: liberal tirando a la izquierda.
En las últimas elecciones votó al PSOE para frenar a «la ultraderecha fascista», porque lo único que no admite Flora son los «fachas». Trabaja duro para ahorrar y cumplir algún día su sueño: ser la CEO de una empresa de cosmética libre de crueldad animal o de manufactura de bolsos veganos personalizables. Lo que surja.
El historial de Google revela su ultima búsqueda: «congelar óvulos».
El número de la primera semana de diciembre de The New Yorker lleva en portada una ilustración escalofriante y Nacho Raggio la ha bautizado como si se tratara de un cuadro de Banksy o una canción de Nancys Rubias: Whiskas, Satisfyer y Lexatin.
En ella una joven mestiza, racializada o de raza fluida, aparece frente al ordenador en su apartamento en el transcurso de una videollamada: copa en mano -móvil en la otra-, maquillada y ataviada con una blusa elegante. A su alrededor un aquelarre de botellas de vino, mascarillas, mascotas, botes de gel hidroalcohólico, piernas sin depilar, paquetes de Amazon y bolsas de patatas por el suelo. Entropía que predice caos y vísceras hechas añicos. El ilustrador la ha titulado Love Story y pretende reflejar las nuevas formas de encontrar el amor y tener citas en pandemia. El progresismo de The New Yorker nunca plasmaría la mísera realidad de lo que en realidad son locked stories.
El joven adulto posmoderno es una mezcla de la doxa sistémica, aplicaciones para ligar y entrega de comida basura a domicilio en tiempo récord. La falsa liberación sexual que esclaviza a golpe de pulgar, los antidepresivos, el relativismo y la ausencia de capacidad de sacrificio y de tolerancia a la frustración, pero sobre todo el arrinconamiento de la Verdad y su sustitución por «valores» diseñados a medida (intercambiables y de usar y tirar) han construido un monstruo generacional. Cualquier discernimiento intelectual o espiritual queda supeditado a la causa de moda. La emancipación del hombre como forma sibilina de tiranía. Su máximo interés «cultural» son las series que transmiten ciertos ideales pagados por la Insobornable Contemporaneidad. Inmerso en el folclore antifóbico, entusiasmado por la deconstrucción -que no es más que la ridiculización de todas las virtudes- y coqueteando con el antiespecismo, rechaza cualquier trascendencia ontológica o humanista. ¿El resultado? Hedonismo perezoso, sin un ápice de vigor moral. Y soledad. ¿Quién se lo iba a decir a Gustave Le Bon, en la «era de las muchedumbres»?
El joven adulto posmoderno es una mezcla de la doxa sistémica, aplicaciones para ligar y entrega de comida basura a domicilio en tiempo récord
El alma destruida es el sustrato de la industria antropológica, una tabula rasa. Gramsci decía que la guerra y la fábrica, al desarraigar de todo vínculo, servían de forja del hombre nuevo. En nuestro tiempo son la tecnología, el entretenimiento sexual gratis e infinito y el consumismo los que dejan inoperantes a los hombres.
Flora no tiene plan para estas Navidades y cree que no podrá volver al pueblo. Tampoco tiene claro si se reunirán en casa de alguna amiga o brindarán por Zoom. Lo único seguro es que no va a comprar regalos del amigo invisible ni vestido de Nochevieja. Lo más probable es que ponga velas y una corona de Adviento, cocine cinnamon rolls y vista a su gato de elfo. Ayer, inopinadamente, recordó que le encantaba ir con su abuela a la Misa de Gallo y escuchar villancicos. La terneza con que su madre la vestía para la ocasión con el abrigo de los domingos y el aroma a leña y sopa de Nochebuena que impregnaba la casa.
La naturaleza humana se rebela ante la creación del hombre nuevo, porque está hecha para la trascendencia. Tan solo es necesario que existan rescoldos -por eso la tradición es revolución-. Quizá un día, sin saber por qué, esos rescoldos reciban un soplo divino, a lo Génesis 2:7, y la llama vuelva a prender. Quizá sea esta Navidad, distópica para la mundialización tecnomercantil y digital pero no para el que tiene que nacer, que lo hará como siempre: pobre y rechazado.
El consumo de la pornografía aumenta en los menores. El bloqueo tecnológico que proponen los políticos no servirá si no se trabaja en vincular sexualidad y amor.
Gracias al feminismo radical, las mujeres tienen miedo a ser violentadas físicamente, y los hombres a serlo psicológica y legalmente. Este hecho vicia la relación entre ambos, que es la base de la familia.