Mariona Gúmpert | 07 de abril de 2021
Es muy sencillo deslizarse por la cómoda banalidad del mal, e increíblemente complicado luchar día a día contra nuestros instintos y pasiones más bajas. A esto lo llama el cristianismo «combate espiritual».
Casi todo el mundo hemos visto horrorizados películas sobre la Segunda Guerra Mundial, preguntándonos cómo pudo llegarse a la indiferencia, o incluso asentimiento y complacencia, ante el trato que sufrían los judíos. La única explicación que se nos suele venir a la cabeza es, simple y llanamente, la mirada de un corazón humano frío y cruel.
Esto mismo pensó el mundo occidental cuando se supo de las barbaridades cometidas en los campos de concentración. Hubo alguien, sin embargo, que sospechó que no podía ser tan sencilla dicha explicación. Para comprobarlo, se trasladó a Jerusalén en calidad de periodista, para cubrir el juicio contra Adolf Eichmann, un alto rango en el régimen nazi que fue acusado de crímenes de guerra.
La periodista de la que hablo es Hannah Arendt, judía y gran filósofa. Alumna de Edmund Husserl y de Martin Heidegger, de quien fue, además, amante. Su obra más conocida es Los orígenes del totalitarismo, un fondo de armario bibliográfico para aquel que quiera entender nuestra sociedad occidental, en general, y al ser humano en particular.
Tras asistir al mencionado juicio, Arendt escribió un libro llamado Eichman en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, con el que se granjeó gran cantidad de enemistades, empezando por la comunidad judía. La teoría que expone es que el origen de lo sucedido en Alemania no fue fruto de una maldad intrínseca de los alemanes, sino la inercia que tiene el ser humano a obedecer instrucciones, sin pensar en la bondad o maldad de estas. Según Arendt, Eichman «cumplió con su deber[…]; no sólo obedeció las órdenes, […] también obedeció a la ley».
Como es obvio, la filósofa recibió multitud de críticas al respecto. Sin embargo, años más tarde se llevaron a cabo una serie de experimentos que venían a demostrar la consistencia de la teoría:
En el conocido como Experimento de Milgram, se trató de investigar hasta qué punto, al entrar en conflicto la conciencia personal y la obediencia a la autoridad, puede pesar mucho más esta última. El escenario para comprobarlo fue el siguiente: se invitaba a una persona a participar en un «experimento científico», en el que esta debía ir subiendo poco a poco la intensidad de una descarga eléctrica que se le infligía a una persona sentada en frente de ella. Esta persona era un actor, que fingía estar sufriendo dolor y convulsiones. El sujeto debía obedecer las indicaciones que le proporcionaba la persona al mando. Si alguna vez el individuo del estudio dudaba sobre la conveniencia de seguir aumentando la intensidad, se le dirigían las siguientes frases, en función del grado de desobediencia mostrado:
– Continúe, por favor.
-El experimento requiere que usted continúe.
-Es absolutamente esencial que usted continúe.
-Usted no tiene opción alguna. Debe continuar.
El 65% de las personas que participaron en el estudio llegó a aplicar el voltaje límite que podía llegar a administrarse.
En línea con esta investigación, está el famoso «Experimento de la cárcel de Stanford». A los participantes se les pagaba sustanciosamente, y fueron elegidos de entre los más sanos psicológicamente. Todos eran estudiantes universitarios, a los que dividieron de forma aleatoria en «prisioneros» y «guardias»; los participantes eran conscientes de que dicha clasificación no había sido decidida bajo patrón alguno.
Instalaron una cárcel ficticia, y proporcionaron uniformes completos a los sujetos del estudio (hay que señalar que los de los prisioneros eran bastante humillantes). A los guardias se les dio la instrucción de transmitir a los prisioneros que estaban completamente bajo control, y despojados de toda individualidad. En apenas unos días, el experimento se les fue de las manos a los organizadores. Es inquietante leer las cosas que llegaron a pasar. De entre las más leves fueron que los guardianes decidieron que ir al baño era un privilegio, o que los prisioneros fueron forzados a limpiar los retretes con sus propias manos. Al menos un tercio de los guardias mostraron tendencias sádicas genuinas. Bastantes de ellos acabaron convencidos de que los prisioneros eran despreciables y merecían las condiciones vejatorias a las que los sometían. Todo esto en menos de una semana. Es cierto que todo experimento psicológico, en cuanto trata algo tan complejo como la naturaleza humana, tiene sus limitaciones. Pero nos ayuda a recordar cómo pueden influir ciertos contextos en el comportamiento de las personas.
He querido sacar a colación estos sucesos para recordar al lector que el comportamiento civilizado y respetuoso es más frágil de lo que normalmente imaginaríamos. En España pudimos ver un atisbo de esto con el fenómeno de la gente increpando desde el balcón a quienes veían por la calle durante el confinamiento. Hace nada, hemos sabido de la paliza que le ha propinado la policía a una chica por ir sin mascarilla, así como la detención en Alicante de alguien que fumaba e iba sin mascarilla: la policía había podido localizarlo gracias a las llamadas de un chivato.
Estamos contemplando, como si fuera lo más natural del mundo, que la policía muestre en sus redes sociales este tipo de sucesos. Nos quedamos impertérritos al enterarnos de que las Fuerzas de Seguridad del Estado asaltan una casa sin permiso judicial, porque se estaba celebrando una fiesta privada. Inciso: qué irónico que tantas personas hayan perdido sus casas porque las han asaltado unos okupas unas horas y la ley no pudiera hacer nada para impedirlo y, sin embargo, nos encontramos ahora ante este panorama.
No es mi intención con todo esto lanzar una moralina, porque –como sugieren los experimentos- no nos libramos nadie de caer en estos excesos. De hecho, el que tengamos una serie de derechos como ciudadanos es una excepción en la historia de la humanidad. Solo pretendo recordar que es muy sencillo deslizarse por la cómoda banalidad del mal, e increíblemente complicado luchar día a día contra nuestros instintos y pasiones más bajas. No en vano a esto lo llama el cristianismo desde siglos «combate espiritual», porque es un esfuerzo constante contra uno mismo, parecido a querer ir hacia arriba encima de unas escaleras automáticas que van en dirección contraria. El mito del auriga, expuesto por Platón en el Fedro.
Hablamos mucho de batalla cultural, pero esta exige dos requisitos importantes que no sé si estamos en condición de cumplir. El primero, saber luchar contra los propios instintos y bajezas. Segundo, atreverse a protestar, denunciar y desobedecer, aunque la autoridad –y parte de la sociedad- te lleve en camino contrario. ¿Estamos preparados?
La mejor manera de ganar la batalla cultural es no librándola. ¿Por qué? Porque batalla cultural significa violencia disfrazada de cultura.
Hemos de considerar que si «los otros» han «ganado la batalla cultural» es precisamente porque han elegido el campo de batalla, el escenario que conviene al despliegue avasallador del expresivismo individualista.