Jesús Montiel | 07 de junio de 2020
El amor es un niño pobre que se divierte toda su vida, cada jornada, con el mismo juguete. Si no amamos, necesitamos la novedad.
Empezar es fácil. El curso de inglés, la dieta que nos hará perder unos kilos, ese libro que nos recomendaron. Lo difícil es perseverar. Continuar lo comenzado con ilusión, esperanzados. Todos empezamos cantidad de proyectos que nunca continuaremos. Cursos online, libros, nuevas amistades. A la postre, el entusiasmo primero se desluce, decaemos y el tedio nos absorbe como un embudo negro. ¿Qué nos hace rendirnos? ¿Por qué le damos la espalda a nuestros anhelos? ¿Quién empolva el corazón y lo envejece?
Cuando estrené mi banquito me sentaba sobre su madera con la ilusión de los amantes. Deseaba su compañía. Me impacientaba pensando en nuestro reencuentro. Hoy hace dos días que no lo visito. Y cuanto menos lo veo más me cuesta retomarlo. Más se enfría nuestra amistad. He sustituido nuestra cita nocturna, antes de irme a la cama, por la televisión. Somos ahora un matrimonio que ha empezado a ser pasto del hastío. Sé que un día más será peor y que entonces correré el riesgo de una separación definitiva. Así que me desobedezco. Hago un esfuerzo considerable al levantarme del sofá, como si pesase toneladas.
Solo quien persevera, quien abandona la esclavitud de los deseos propios, llega a la ciudad del amor a través de su trabajo
Ahora me alegro de estar aquí sentado, haciendo el imbécil. Porque sé que la sorpresa vive dentro de la costumbre. No fuera, en lo exótico. El amor es un niño pobre que se divierte toda su vida, cada jornada, con el mismo juguete. Un día es un avión, otro un tren, el tercero Godzilla. Transforma en algo nuevo lo de siempre. Lo que verdaderamente nos aburre es la falta de amor. Si no amamos, necesitamos la novedad. El trajín y la mudanza. De adolescente fui un inconstante profesional. Cambiaba de novia con una rapidez enfermiza. Duraban a veces un solo día mis sueños, las amistades, la identidad en la que me sentía protegido. Era pura inconstancia y acabé devorado por el desánimo.
Solo quien persevera, quien abandona la esclavitud de los deseos propios, llega a la ciudad del amor a través de su trabajo. El escritor es aquel que sigue escribiendo tras el rechazo editorial, durante la página en blanco, cuando se dice qué tontería escribir. El corredor de fondo profesional entrena los días en los que su cuerpo protesta, cuando no tiene ganas de producir zancadas, una más otra, sobre el asfalto del verano. Y el pintor y el músico y el artista de circo. Todos desoyen el hastío. No hacen caso de su discurso. Siguen a lo suyo sabiendo hay un tiempo para el desierto.
También el santo. El santo es quien corona su propia identidad. Quien llega a ser él mismo, tras incontables noches y gracias recibidas. Señor de la amorosa rutina, creador de la infinita posibilidad, sea la vida que me queda monotonía vivida con atención, estreno dentro de lo de siempre, inacabable principio. Ayúdame a no vivir en el país de lo incompleto.
Hoy cumplo treinta y seis años pero no tengo miedo. Ahora la muerte se me antoja un lugar acolchado, la puerta necesaria para alcanzar la claridad.
Vivir es mantener una llama sin que se apague. Aunque a tientas, borroso, en la más completa oscuridad, el hombre puede cultivar una luz.