Gonzalo Moreno | 08 de marzo de 2021
El español es un idioma global, por eso la iniciativa del Gobierno de eliminar su obligatoriedad como lengua vehicular en los estudios es tan estúpida como fracasada.
Es una escena cotidiana del mundo global. Los expatriados usamos una lengua que no es la propia del país que nos acoge. Lo hacemos los padres con niños. Lo hacen familiares de todo grado. O compatriotas que se lamen, nostálgicos, las heridas culturales. Las reacciones van desde la admiración del políglota al colapso del xenófobo. Pasando por la indiferencia, la envidia y la incomprensión. Es un pequeño acto de rebeldía que rompe la uniformidad de la comunidad cultural.
Cuando esa lengua es el español, las reacciones positivas se vuelven mayoritarias. Como ha escrito recientemente Mario Vargas Llosa, el español se ha extendido por todo el mundo gracias a su propia fortaleza interna. Por su combinación única de riqueza y sencillez. Sin más ley que la propia evolución lingüística y sin más decreto que la elemental necesidad de comunicar. Usarlo es un derecho que nos asiste a los hispanohablantes y muchos lo consideramos también un deber. Derecho y deber que se puede ejercer por la mínima -en voz baja y en privado- o a velas desplegadas -en alto y con gallardía-. La primera forma es propia de las sociedades asfixiadas con nacionalismos excluyentes y ademanes acomplejados.
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Lo contaba el gran Joseba Arregui respecto al lenguaje de alcoba de los vascos que, pese a los ímprobos esfuerzos durante décadas de los Gobiernos nacionalistas, el telediario y los deberes conyugales se seguían consumando en idioma de Castilla. La segunda forma es propia de una sociedad libre y de un patriotismo sin estridencias. A lo que ayuda que el español sea español, y no sea búlgaro, luxemburgués, catalán o húngaro. Lenguas todas ellas respetabilísimas con las que tengo estrechos vínculos personales; pero sin el prestigio ni la extensión del castellano. Y esto no es un detalle menor, porque es terrible que lo que se puede hacer con naturalidad en Holanda haya que disimularlo en Cataluña.
Hasta tal punto el español juega de tú a tú con el inglés o el mandarín que muchos colegas y amigos, desde Brisbane a Washington, ven con naturalidad que tanto en los negocios como en la vida personal el interlocutor se adapte al que habla español, por ser esta la lengua global. Por eso la iniciativa del Gobierno español de eliminar la obligatoriedad del español como lengua vehicular es tan estúpida como fracasada. Si no fuera porque no es idea suya, sino de los separatistas, sería inocua. Pero el que una parte chantajee al todo de forma tan ignorante es fórmula de mal gobierno. También en lo tocante al idioma.
A los que vivimos fuera de nuestro entorno cultural nativo -y por civismo- nos suele obligar una dosis adicional de pudorosa prudencia. Prudencia en la forma y en el fondo. Para que esa prudencia no desemboque en anomia es importante cultivar el acervo de la identidad cultural propia. Y esta tiene en el idioma el vehículo por excelencia. Leyendo, escribiendo o simplemente recitando copla mientras cambias un pañal. Ese es el antídoto contra un mundo monoforme. Y el servicio que al español brindamos los hispanos de ambos hemisferios, como nos definía la Pepa. Ejerciendo nuestro derecho, cumpliendo nuestro deber y haciéndolo en voz alta. Al mismo tiempo, respetando y haciéndonos respetar.
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