David Cerdá | 08 de mayo de 2021
En última instancia, «quererse» es un mandamiento (el primero, tal vez el único) del ponzoñoso evangelio del consumo. Para el consumista -que anda, perpetuamente, «queriendo encontrarse»- todo lo relativo a amar está contenido en sí mismo.
Basta un paseo por esa mina de indicios de la cultura global, el buscador de imágenes de Google, para percatarse de hasta qué punto ha calado el mensaje de que lo de amarse, como «la caridad bien entendida», empieza por uno mismo. La idea puede ampliarse en los muchos blogs y páginas web de pseudopsicología que colonizan la red, y coronarse escuchando a los gurús New Age, que rebosan personal growth, mayeutik coaching y mindfulness. ¿Será cierto que lo principal es quererse?
Vengo a decirles, con argumentos, que no solo no es lo principal, sino que además no es posible. El error es sobre todo semántico, debido a conceptos que se confunden. Cuando decimos que hay que quererse, nos referimos a la importancia de la autoestima o el «amor propio», o no sabemos lo que decimos. La autoestima es una evaluación sobre la propia valía, es decir, es un juicio y no una acción, como el amor es, sin duda. Por su parte, el amor propio es otro nombre para el orgullo, y puede, como este, ser positivo o negativo. Ambos, autoestima y amor propio, son muy importantes, y cuando faltan puede naufragar hasta el más pintado; pero no son quererse.
Si «quererse» es una expresión muy desafortunada es porque amar es salir de uno para ir al encuentro de otro. Dice Ortega (Amor en Stendhal) que «el amor es de suyo, constitutivamente, un acto transitivo en que nos afanamos hacia lo que amamos». En el amor hay necesariamente un tú; y cuando ese tú es un yo, estamos ante una excentricidad o una patología, en función de la intensidad de ese imposible movimiento del alma. Lo sabe hasta Justin Bieber, que compuso una canción a una novia que en su día cortó con él y entonces lo acosaba, a la que cantaba: «And if you think that I’m still holding’ onto something’/You should go and love yourself» («Y si crees que todavía me estoy aferrando a algo/Deberías ir y quererte a ti misma»).
Amar o haber amado. No pidáis nada luego. No es posible encontrar otra perla en los pliegues tenebrosos de la vidaVictor Hugo, Los miserables
«Quererse» es un oxímoron. Amar es un acto que no puede ser reflexivo, por ser eminentemente proyectivo. Lo esencial del amor es el otro, sea este una hija, una pareja o un amigo. Se llega hasta ellos saliendo de uno; solo un esquizofrénico podría quererse. Amar es que la existencia de alguien nos resulte irrenunciable; pero es esencial en esa imposibilidad de seguir viviendo sin alguien que ese alguien no sea uno mismo. En el amor doy, me entrego, soy generoso, renuncio, y ninguna de esas acciones tiene sentido si yo soy el beneficiario. Sirva esta analogía: tampoco puedo emprender sobre mí mismo, creando una empresa en la que yo sea, a un tiempo, el cliente y el proveedor, quien produce y quien consume.
Esa salida de sí comporta un desvalimiento, un ponerse en manos ajenas. Si el amor es la mayor de las aventuras es porque no controlo el proceso, menos aún el resultado. Amo a mi hija y sé que lo que ella sufra puede destrozarme; su vida, especialmente en la edad adulta, está más allá del ámbito de mis decisiones. Igualmente, soy amado cuando alguien, libremente, me elige. Como explicó Josef Pieper en su ensayo homónimo, el amor me funda, añadiendo sentido a mi vida. «El ser humano» —escribe Pieper— «puede aceptarse a sí mismo solo si es aceptado por algún otro. Tiene necesidad de que haya otro que le diga, y no solo de palabra: “Es bueno que tú existas”».
Cuando el Catecismo exhorta a los cristianos a amar al prójimo «como a uno mismo» no promueve un irrealizable amor reflexivo, sino que establece un determinado orden de prioridades: que tu hermano no te importe menos de lo que te importas tú mismo. Por eso remite a lo que Jesús dice a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Juan 13, 34). Esto es lo que se propone: puesto que el ser humano es muy capaz de ser egoísta, y tiende a reservar lo mejor para sí mismo, has de situar en ese nivel máximo de importancia a tu prójimo si te quieres decir seguidor de Jesucristo. Es un mandamiento sobre las prioridades vitales, no sobre el querer en cuanto acto. Para el cristiano, todo lo que tiene que ver con amar está «ahí afuera», y a lo mismo ha de atenerse quien, sin ser cristiano, quiera amar de veras.
Por todo lo expuesto, es falsa la tesis «lo principal es quererse». Podría salvarse reformulada con un alcance mucho más modesto, algo así como «estimarse es una condición conveniente para amar a los demás». No es, en todo caso, condición sine qua non. Son multitud los seres humanos con la autoestima arrasada —madres, hermanos, parejas, hijos— que, a pesar de sus dificultades, aman indeciblemente a otros. Las consultas de los psicoterapeutas están llenas de personas que se detestan, sin dejar por ello de querer a otros. Cuando uno no se valora o carece de orgullo, todo se complica; pero estas carencias no hacen a estas personas incapaces de amar, sino protagonistas de amores superlativos y a veces heroicos.
Si todo esto nos parece una obviedad, pensemos que nuestro siglo ha inventado la sologamia, que significa lo que parece: la aberrante pretensión de casarse con uno mismo. He leído por ahí que esta cosa es «una alternativa al matrimonio de siempre», «simplemente, otra forma de compromiso». Lo cierto es que solo es posible comprometerse con alguien que no sea uno mismo, porque obligarse es justamente atarse a algo «que está fuera» (ob). Laura Mesi, italiana, se puso el anillo en 2017 con esta fórmula: «Nunca amaré a nadie como me amo a mí misma». Sophie Tanner, inglesa, se decidió con este razonamiento: «No tengo que estar esperando a que llegue “esa” persona, porque “esa” persona soy yo. Encontré a la persona indicada». May Serrano, nueve años de feliz autoenlace, afirmaba hace poco en un plató de nuestra RTVE (de un tiempo a esta parte, siempre a la última) que formalizó el acto vestida de blanco en una iglesia fake (un templo reconvertido en teatro) en la que pronunció las mágicas palabras: «Sí, me quiero». A quien se anime, el portal I Married Me le ayuda con los detalles. La tontería sologámica, como tantas otras, nació inspirada en una serie televisiva, Sexo en Nueva York, que es un compendio de todas las taras amorosas posmodernas, la anatomía de una sociedad opulenta que, hastiada de tenerlo todo, desvaría.
En última instancia, «quererse» es un mandamiento (el primero, tal vez el único) del ponzoñoso evangelio del consumo. Para el consumista —que anda, perpetuamente, «queriendo encontrarse»—, todo lo relativo a amar está contenido en sí mismo, hasta el punto de considerar que comprarse una colonia, unos pantalones, una sesión de spa o un iPhone son formas de quererse. Todas esas estrategias son, si acaso, formas pasajeras y burdas de aumentar la autoestima. No tienen, de suyo, nada de malo, pero tienen que ver con el amor lo que Pablo Iglesias con la preocupación por los pobres.
Existe otro aspecto, mucho más oscuro, de «quererse». Toma pie en dos empeños en principio nobles, como son «perdonarse» y «aceptarse a uno mismo», cuando ambos se exageran y pierden de vista al prójimo: que fácilmente resultan en disculparse. La cultura plebeya de la felicidad ante todo, la que descarta todos los juicios, abjura de todos los ideales y cancela todas las responsabilidades, está detrás de este discurso autocomplaciente, origen de muchos comportamientos pasotas, cuando no inmorales. En medio de tanta dicha y tanto jolgorio, tanto Instagram y tanto TikTok radiantes, cada vez más suicidios, más soledad, más estupefacientes, más ansiolíticos; algo no cuadra.
Al fondo de este paisaje en ruinas está el intento mal disimulado de acabar con todas las relaciones que dan sentido y peso a la vida, porque obstaculizan el business (el comercial y el político). Hay que hacer sitio a una fluidez absoluta, y por eso hay por ahí un diario, de cuyo nombre no quiero acordarme, que anda proponiendo un mes que el poliamor es lo más y al siguiente que el amor cotiza a la baja y, por lo tanto, ¿qué mejor que tener un hijo por inseminación artificial y criarlo con un amigo? Decía Louis-Ferdinand Céline que el amor es el infinito al alcance de un caniche. Hay, en los últimos tiempos, demasiada gente empeñada en despreciar ese sagrado regalo, que está detrás de casi todo lo que importa en la vida. Ante tanta majadería, que no cunda el pánico y que nadie se despiste; como escribe Victor Hugo en Los miserables: «Amar o haber amado. No pidáis nada luego. No es posible encontrar otra perla en los pliegues tenebrosos de la vida».
Los sensatos buscan adormecernos con sus nanas, cambiarnos el paso, girarnos la vista. Intentan evitar que miremos el abismo que siempre amenaza tras la próxima zancada.
Necesitamos hogares en los que habitar, y no para solazarnos en un egoísmo hermético, sino para crear remansos donde florezca una atmósfera de bienvenida y gocemos de la oportunidad de someter el tiempo de nuestra existencia a un cauce más limpio y humano.