Armando Zerolo | 08 de junio de 2021
La nación, que integra territorio y cultura, podría dejar de ser patria para acabar siendo el ámbito subjetivo de nuestros afectos y la arena donde batallen nuestros resentimientos.
Mi abuela nos decía que era muy difícil que comprendiésemos lo mucho que a ella le había supuesto ver la evolución desde el arado romano hasta la llegada del hombre a la Luna. Una tecnología milenaria como el arado y el barbecho quedó obsoleta en el escaso lapso de cincuenta años.
Los machos uncidos al yugo marcaron la liturgia, el calendario festivo y el tamaño de los pueblos durante siglos, y ella pertenecía a ese mundo cultural. La vida afectiva de los hombres estaba muy condicionada por el modo de relacionarse con la tierra. Las estaciones, el sol, la Luna y las estrellas hablaban de cuándo plantar los ajos y sembrar la mies. Los santos daban nombre a las siembras y las cosechas, a la matanza y la vendimia. San Roque, san Martín y san Blas eran señales en un calendario que poco entendía de números.
El tamaño de los pueblos también estaba condicionado por la tierra, la técnica y el trabajo. La distancia del hogar al campo no podía ser tan grande como para impedir que el campesino trabajase lo suficiente y pudiese volver a descansar. El radio que marcaba la distancia de la casa al campo estaba definido por la velocidad del medio de transporte, que normalmente era una mula. Esto explica que la mayor parte de las llanuras europeas estén configuradas todavía hoy por pequeñas poblaciones rodeadas de telares de cultivo y masas boscosas.
El núcleo urbano se estiró gracias a nuevos medios de transporte. Aún recuerdo ver a señores mayores con una BH y su caja de madera atada al trasportín desplazándose por los caminos alquitranados de Castilla La Vieja. Y aquella bicicleta, que en ocasiones era una Mobilette naranja, amplió el radio de los pueblos, los ensanchó y alargó, porque acortó el tiempo. Nada en comparación con el efecto que el «cuatro latas» y «el dos caballos» causaron en la revolución del hombre libre castellano, que pudo poseer más y mejores tierras, propias, cultivadas por él, sin dueño ni señor, hasta entonces inasequibles por distancia. Poder ir y volver al lugar de trabajo seguía siendo la condición.
Ya con Ulises el tamaño y la profundidad de la conciencia política venían determinados por un centro, que es el hogar, y un radio, que es la distancia de nuestro viaje particular. Desde los mismos orígenes de nuestra civilización, el hombre ha abrazado a la técnica, al yugo, al remo, la vela o el pedal, porque hombre y artefacto han configurado el área de los afectos. Del hogar a la tierra y vuelta, un círculo que hace centro en la morada y tangente en la periferia de la ciudad. Entre medias, la superficie donde transcurre el vivir del hombre que, hasta la hiperintelectualización de la vida, se llamaba cultura. Era el resultado de una mixtura de lo privado, lo público, el trabajo, el ocio, la técnica y la naturaleza. Elementos todos que hoy nos aparecen disgregados y enfrentados, entonces estaban cosidos y unificados en torno a un determinado espacio físico.
Entiendo ahora la mirada de mi abuela cuando nos decía que no comprendíamos lo que había significado para ella que llegásemos a la Luna. Repentinamente, el radio de sus afectos y el área de su cultura se habían multiplicado sideralmente. De ir al colegio en carro, y beber agua del río, a sacudirse el polvo de la Luna de las sandalias. La generación de mi abuela creció con el arado y se ensanchó con el Apolo XI. Consiguió unir en su experiencia vital ambos artilugios y hacer de ello cultura.
Lo que no se hubiese podido imaginar, o eso creo, es que en 2021 los nacionalistas políticos llevasen en sus blasones un arado o un cohete. Mientras los «recordadores románticos», como los llamaba Jiménez Lozano, desde sus teléfonos inteligentes tuitean sobre las bondades de la vida antigua, los artesanos del progresismo ensanchan nuestros horizontes estatales prometiéndonos estaciones espaciales nacionales.
Nos deberíamos preguntar si la nación puede seguir siendo el lugar de nuestra pertenencia
El hecho cierto es que un avión cruza el territorio nacional en menos de dos horas, teletrabajamos con alguien de las antípodas y estamos todos pendientes de lo que pasó en un lugar llamado Wuhan. La nación, que integra territorio y cultura, podría dejar de ser patria para acabar siendo el ámbito subjetivo de nuestros afectos y la arena donde batallen nuestros resentimientos. Se ha hecho bueno el sentimentalismo romántico de un ensoñador como Rousseau, y vemos repetirse la matriz psicológica que dio lugar a los nacionalismos.
El límite de la ciudad y las fronteras de la existencia que mi abuela supo trascender son hoy de nuevo cuestionados desde la perplejidad de algunos cambios que no estamos dispuestos a aceptar.
Nos deberíamos preguntar si la nación puede seguir siendo el lugar de nuestra pertenencia, si podemos soportar que el radio de nuestros afectos tenga una longitud que nos supera o si, por el contrario, estamos dispuestos a sucumbir a los nuevos nacionalismos que nos uncen al yugo de la nostalgia o a la cola de un cohete con tal de no hacer el esfuerzo de asimilar que hay cambios tecnológicos que nos siguen provocando culturalmente.
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