Armando Zerolo | 08 de octubre de 2019
Tenemos una gran soledad que nos impide vivir el presente como una oportunidad constante de novedad.
El recuerdo de una casa en el campo, la cocina en penumbra, y unos chiquillos jugando en el patio con las gallinas. La nostalgia de las guerras de nuestros padres, y “ya no hay grises delante de los que correr”. Vivimos muriendo en un tiempo muerto, dilatado eternamente, sin principio ni fin, ni pasado ni futuro. Idealizamos el pasado, la vida en el campo, la “España vaciada” como refugio de ecologistas urbanos, y la España de ayer hondeando en los balcones. Socialistas viejos llorando en el funeral de la utopía, lamentando la pérdida del futuro que nunca conquistaron, como si el mañana fuese ya solo cosa de viejos.
Peleados con el pasado unos, luchando por la memoria los otros, viviendo de una nostalgia que al menos sacia el mono de los yonquis de la estética. La melancolía nos sume en una tranquilizadora mezcla de sopor y conmoción. Es el opio de los estetas, la música de los que se hunden con el Titanic, la fotografía color sepia de la viuda. No nos engañemos, la experiencia estética produce éxtasis, y nuestra capacidad para recrear imágenes que nos duelan en la memoria es enorme. Pero la trampa al solitario está ahí: añorar los tiempos pasados nos exime del deber moral de vivir.
Cuanto más se alarga la sombra del pasado, menos luz arroja el futuro. Los tiranos ya no prometen mundos felices, saben que esta mercancía no vende entre los nuevos viejos. Los populismos prometen poder, “nudo poder”, victoria, vencedores y vencidos. Los entusiasmos se manipulan señalando al adversario, prometiendo su derrota sin conquistar nada a cambio. No se colocarán más banderas en tierra de nadie, ni habrá nuevos mundos, ni lunas que colonizar. Las utopías han muerto en la imaginación, como mueren las imágenes en el niño frente al televisor.
El conflicto con el pasado y con el futuro es la ruptura típica de nuestra época, es el síntoma de nuestro tiempo enfermo. Lo diagnosticó Thomas Mann desde su sanatorio mágico en Davos:
“El ritmo eternamente monótono del tiempo que pasa, la organización invariable de la jornada normal siempre la misma, repitiéndose hasta el punto de que uno llegaba a confundirse y desorientarse, siempre idéntica, eternidad tan inmóvil que apenas se llegaba a comprender cómo se producían los cambios”. El tiempo, ese tema que nació con el siglo XIX y que abrió la puerta a la posmodernidad, es el gran problema de nuestra época. Problema filosófico, y problema existencial. “Dios nos libre de épocas interesantes”.
Decían los clásicos: “El tiempo es la medida del cambio”, y los románticos bucearon en la subjetividad de su medida. Un instante podía ser eterno, y una eternidad fugaz. Igual que a los niños no les corre la manecilla del minutero, y a los adultos se les vuelve segundero, a las almas que viven en la historia se les acorta o se les dilata la vida inopinadamente. Cuando nada cambia, uno se confunde y se desorienta, dice Mann, se muere en una “eternidad inmóvil”. ¿Cabe imaginarse un dolor mayor para el alma? ¿Hay alguien que sea capaz de sostenerse sobre un eterno presente? La burguesía de los felices años 20 encarnó este ideal, y bailaron a las faldas del volcán, e hicieron sonar los violines del Titanic, y brindaron en San Petersburgo, olvidando el pasado y desentendiéndose del futuro.
Nada cambia, el tiempo se vuelve eternidad, y el hombre se para. ¿Es que no nos damos cuenta del peligro que esto tiene? ¿No nos damos cuenta de que el deseo de que “algo pase” hizo que pasase algo? ¿Que los jóvenes del 14 fueron contentos, como Zweigh y Jünger, a las trincheras porque se aburrían en sus pupitres del Imperio?
No obstante lo dicho, nuestra época no es burguesa, no baila alegre en los salones ni vive deportivamente. Son tiempos de anhelos, de nostalgias, de grandes intuiciones, y de mayores vacíos.
La dificultad de vivir hoy está en que tenemos un gran anhelo de presente, y un vacío de presencia. No hay presente sin presencia, no hay tiempo sin la compañía de un amigo o de un amor verdadero. No hay presente si el sujeto no se relaciona con otro, si la soledad no es el reclamo a otras soledades distintas de la nuestra. Nos damos cuenta de que nuestro problema, entonces, no está ni en el pasado ni en el futuro, sino que tenemos una gran soledad que nos impide vivir el presente como una oportunidad constante de novedad. No hay tiempo sin cambio, dice Mann, más filósofo que escritor.
Nos hace comprender que el cambio solo sucede en el presente, y que el cambio que deseamos es la aparición estrepitosa de una Madame Chauchat, dando un portazo en el salón de los enfermos imaginarios (lean la novela, por favor). Lo que cambia la medida del tiempo es el acontecimiento, “evenement”, dicen algunos historiadores franceses. Lo que nos puede hacer subir la temperatura es el rostro amable de una compañía que amplíe el tiempo presente, que haga que en el termómetro de nuestras vidas se produzca una dilatación del flujo vital, que nos rescate de la trampa cronológica, nos salve de Kronos, y nos devuelva el tiempo en forma de kairos, caritas, amor.
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