Agustín Domingo Moratalla | 10 de marzo de 2021
La recuperación económica, la vacunación, la obtención de un empleo o la salida de la crisis son acontecimientos positivos que mantienen despierta nuestra espera en el horizonte de la esperanza.
Cuando un día tras otro las únicas noticias que abren los informativos están relacionadas con el número de positivos por infección, el número de muertos registrados y el porcentaje de camas UCI que van ocupando los pacientes de COVID-19, resulta difícil hacer visible la esperanza. Y aun así la necesitamos. Lo comprobamos cuando rápidamente sacamos el tema de la vacunación. Por una razón u otra, la vacuna aparece como una palabra balsámica que despierta nuestra espera y activa nuestra esperanza. Lo hacemos cuando nos imaginamos que algún día el pico de la pandemia se aplanará por completo. Lo hacemos cuando queremos buscar el significado tradicional de la palabra ‘normalidad’, porque casi todo lo que nos está sucediendo estos meses parece ser una desconcertante «excepcionalidad».
Ahora que hemos comenzado la cuaresma y con independencia de que seamos más o menos creyentes, tanto la espera como la esperanza son disposiciones de nuestro el ánimo que proporcionan sentido a nuestra vida. En la historia de la ética occidental, la esperanza se sitúa en los manuales de filosofía práctica como una de las tres grandes virtudes teologales. Junto con la fe y la caridad, completan o coronan el edificio del resto de virtudes. Cómo hábitos o disposiciones de nuestro ánimo, estas virtudes reciben el nombre de ‘teologales’, porque completan las ‘cardinales’. La justicia, la fortaleza, la prudencia y la templanza siempre han dejado un hueco para la fe, la esperanza y la caridad. Es como si dentro del conjunto de las metas a las que podemos aspirar en la vida no llegara solo por nuestro entrenamiento y preparación, sino por intervención de una gracia o presencia de Dios, algo que otros llaman fortuna. Nuestra esperanza no está sola ni se encuentra desamparada en el universo de nuestra vida moral cotidiana, por eso es muy útil recuperar experiencias cotidianas que la hacen presente en nuestra memoria.
La primavera está llamando insistentemente a nuestras puertas con la prolongación de los días, la floración de los almendros y la embriagadora esencia de un azahar en primeros brotes. Y también llama a nuestras puertas cada vez que un amigo sale de la UCI, le dan el alta a un conocido del que estábamos pendiente o cuando nos hacemos pruebas y resultan negativas. En este contexto biológico, virológico y sanitario, hay tres pequeñas experiencias que quiero compartir con los lectores.
El esperar humano es una actividad importante que se complica mucho en tiempos de aceleración y digitalización. Creemos que nuestros saberes y poderes no tienen límites, y no solo porque nos olvidamos de nuestra vulnerabilidad o finitud, sino por el hecho de que nos sentimos dueños de la historia. Recordemos que nuestra lengua distingue entre ‘la espera’ y ‘la esperanza’. Recordemos que el profesor Pedro Laín Entralgo nos recordó que en los hospitales no podemos confundir ‘la espera’ con la esperanza, aunque las «salas de espera» también puedan ser espacios para la esperanza. Haciéndose eco de la importancia que la esperanza estaba teniendo en la Europa reconstruida de la posguerra, cuando Ernst Bloch publicó El principio esperanza, antes de que el teólogo Jürgen Moltmann nos regalara su Teología de la esperanza y el filósofo Paul Ricoeur planteara la Libertad según la esperanza, justo en aquellos años, nosotros ya leíamos desde 1957 uno de los mejores tratados sobre la antropología de la esperanza: La espera y la esperanza. Teoría del esperar humano. Este precioso trabajo nos ayudaba a conocer en profundidad el básico temple de esperar, propio de la condición humana, y la encrucijada radical que se plantea entre el repliegue de la desesperación y la apertura a la esperanza.
Un libro que nos lleva necesariamente a relacionar la esperanza con la «fe» y la «caridad», por eso muchas veces la vida del creyente se reduce a la tríada de verbos con los que el propio Laín resume su proyecto antropología filosófica: «Creer, amar y esperar». Como si la fe y la esperanza fueran intercambiables porque quienes tienen esperanza viven de otra manera, como si la esperanza fuera una plenitud esbozada, atisbada o anunciada por la fe. Comprobamos que quienes tienen esperanza pueden situarse en la vida de una manera diferente que a veces llamamos «confiada». Desde un punto de vista existencial o cotidiano, comprobamos que la esperanza mantiene espabilada, vigilante, abierta, despierta, y hasta combativa, nuestra razón. Con la esperanza, los saberes humanos que administran las ciencias se mantienen «en forma», porque los hacemos conscientes de su precariedad y grandeza, de las dimensiones de su finitud y del alcance de sus anhelos, ambiciones y utopías que los dinamizan.
Casi todos hemos tenido que canalizar la comunicación, los abrazos, los besos y los afectos únicamente a través de las miradas
Aunque este repaso antropológico parezca poco atractivo, tiene su pequeño valor en estos tiempos de pandemia. No está de más recordar que la recuperación económica, la vacunación, la obtención de un empleo o la salida de la crisis son acontecimientos positivos que mantienen despierta nuestra espera en el horizonte de la esperanza. Son signos que mantienen despierta nuestra capacidad de esperar para que no entremos en la desesperación o la evasión. Son signos que hacen visible y creíble cualquier antropología de la esperanza. Podríamos conformarnos con estas pequeñas aproximaciones o acercamientos que nos obligan a realizar un acercamiento humilde y trabajoso a «la esperanza» con mayúsculas. También podríamos aprender a prestar más atención a las pequeñas cosas de la vida que se nos escurren de las manos, como fugaces fragancias primaverales que se nos escapan sin darnos tiempo a degustarlas.
Comparto la esperanza de muchos compañeros sanitarios de los centros de salud y hospitales que diariamente consiguen salvar a mucha gente escondidos en las EPI, casi sin posibilidad de ser reconocidos. Aunque para muchos hermanos nuestros, esa imagen blindada, casi de astronautas, sea la sombra consoladora con la que se despiden de este mundo, para otros es la imagen de un ángel reanimador, salvador y dispensador de esperanza. Fue la esperanza de la salud de los profesionales sanitarios la que nos animó a los aplausos de las ocho los primeros meses de pandemia.
También comparto la esperanza de aquellos que han descubierto a su vecino. El vecino es un próximo muy especial, porque está a medio camino entre la categoría de «simple ciudadano» y «entrañable amigo». El enjambre de la urbanidad y la velocidad de la modernidad se ha fracturado cuando el confinamiento o la reclusión domiciliaria nos obligó a recomponer todas las teorías de la ciudadanía. Los teóricos de la democracia, la globalización y la digitalización social se habían olvidado de lo más básico: la ética de la vecindad. Fijarnos y hasta fiarnos de unos próximos que dejaron de ser copropietarios de nuestras fincas para adquirir la noble condición de vecinos. Para quienes vivían y viven solos, la esperanza tiene rostro y nombre de vecino.
Recordemos con Charles Péguy que si la fe es como una esposa y la caridad como una madre, la esperanza es «una niñita de nada»
Muchas parejas han decidido modificar sus convencionales planes de vida y boda para formar una familia. Cada vez conozco a más parejas jóvenes que cambiaron los planes de boda y decidieron casarse o vivir juntos, porque el uno ponía su confianza en el otro y porque decidieron compartir sus pequeñas esperanzas. No solo decidieron afrontar juntos el futuro y se dispusieron a esperar juntos, sino que dejaron de lado ceremonias masivas y actos multitudinarios para casarse con aforo limitado y mascarilla reglamentaria. Casi todos hemos tenido que canalizar la comunicación, los abrazos, los besos y los afectos únicamente a través de las miradas. Nunca como ahora nuestros ojos se habían visto tan forzados a canalizar todos los esperanzados afectos. Los ojos y las miradas canalizan y dispensan ahora las expresiones de nuestra esperanza.
Esta cuaresma debería ser un tiempo para tomarnos en serio la infancia, los hijos y la niñez. No solo la nuestra, por haberla podido vivir agradecidamente sin guerras, plagas o pandemias, sino porque la mirada de los niños puede alimentar nuestra esperanza. Ellos nos ayudan en el aprendizaje de la esperanza, con ellos aprendemos a pasar de una esperanza inane, narcisista o circunspecta, a una esperanza generativa. Ellos son nuestra mejor vacuna contra la evasión o desesperación, con una verdadera escuela de constancia, perseverancia, confianza, confidencia y paciencia. Tienen mucho de promesa y por eso dan sentido a nuestra espera. Con ellos aprendemos a salir de nosotros mismos y prestarle atención a la vida. Recordemos con Charles Péguy que si la fe es como una esposa y la caridad como una madre, la esperanza es «una niñita de nada». Cuando tienes hijas y una de ellas te anuncia sus primeras semanas de embarazo, aunque estemos en tiempos de pandemia descubrimos que el nuestro es, todavía, un tiempo de buena esperanza.
No creo que vayamos a salir mejores de todo esto porque sí, porque nos lo propongamos. Algo habrá que hacer, y no sé qué es. Solo sé que el mapa de nuestra sociedad es el cansancio, y de eso sí estoy seguro.
Adriano Erriguel clasifica las palabras en diferentes categorías dentro del lenguaje ideologizado. Habla, por ejemplo, de «palabras-trampa» o «palabras-policía».