Jorge Martínez Lucena | 10 de junio de 2019
Noa Pothoven decidió dejar de comer y de beber, previo acuerdo con los médicos de no intervenir en el proceso más que con cuidados paliativos.
La opinión pública está conmocionada por la muerte de Noa Pothoven, una chica holandesa de 17 años. Las primeras noticias sobre el caso nos contaban que en Holanda se había autorizado la eutanasia para esta adolescente, que había sido víctima de abusos en fiestas infantiles (a los 11 y 12 años) y de una violación en un callejón por parte de dos individuos todavía impunes (a los 14 años). Como consecuencia de tales agresiones, Noa padecía diversas afecciones en su versión más virulenta: shock postraumático, anorexia y depresión severa. Su deseo, publicado tanto en redes sociales como en su biografía, titulada Ganar o aprender (2018), era el de acabar con su vida, tal y como ya había intentado en diversas ocasiones.
Un día después, los medios hicieron una corrección respecto a lo sucedido: pese a que Noa había solicitado formalmente la eutanasia -legal en su país desde 2002-, esta le había sido denegada. La razón de la negativa fue que el cerebro humano no está plenamente desarrollado, biológicamente hablando, hasta los 21 años: por ello, no se podía conceder el privilegio de morir a alguien que (todavía) no estaba en la plenitud de sus facultades mentales.
Aunque Noa ha muerto igualmente. Decidió dejar de comer y de beber en casa, junto a sus padres, previo acuerdo con los médicos de no intervenir en el proceso más que con cuidados paliativos. Por ello, pese a no ser un caso de eutanasia dentro de la ley, son muchos los medios que han aprovechado el suceso para darle voz a Noa Pothoven, que pedía abiertamente una ampliación de la ley de eutanasia en su país, tanto para menores como para enfermos psiquiátricos.
A Noa Pothoven la vida le parecía un infierno en el que ella no quería vivir
En España, donde todavía no es legal la eutanasia, pero donde, si Pedro Sánchez cumple con su palabra, no va tardar en serlo, la noticia ha servido para preparar a la opinión pública para este nuevo paso legislativo que se está cociendo. El sufrimiento de la chica era mucho: se alimentaba hacía tiempo por una sonda nasogástrica debido a su lacerante anorexia, no podía dejar de ver en su mente las imágenes de su violación, había estado internada en distintas ocasiones para prevenir su suicidio, la habían tratado incluso con electroshocks sin conseguir una mínima mejoría en su estado, etc. En suma: la vida le parecía un infierno en el que ella no quería vivir.
Ante casos como este, siempre me surge la misma convicción: la eutanasia es el único tratamiento médico viable contra el sufrimiento radical que es capaz de ofrecer un mundo individualista. Nuestra cultura nos repite una y otra vez determinadas jaculatorias que acaban impregnándonos, inconscientemente, hasta los tuétanos: “la vida solo tiene el sentido que tú seas capaz de darle”; “si tú quieres, tú puedes”; “la felicidad es el bienestar”; “la felicidad depende exclusivamente de tu esfuerzo”; etc.
El problema es cuando esta sabiduría muestra su verdadero horizonte, cosa que sucede al girar nuestra fortuna y quedar expuestos a situaciones límite, donde el sufrimiento se torna ubicuo. Entonces, el algoritmo de la moral instrumental se desencadena implacable y la brújula de la eudaimonía señala irremisiblemente la buena muerte como la única salida, como la bella salvadora.
La enfermedad grave en nuestro hábitat urbano y global supone no solo cansancio sino también la soledad, tanto para el paciente como para la familia
La enfermedad grave en nuestro hábitat urbano y global supone no solo cansancio sino también la soledad, tanto para el paciente como para la familia. El dolor crónico sin visos de curación suele hacer descarrilar a la locomotora de los significados. Para combatir esta soledad y la consiguiente ausencia de sentido no basta el Estado y su deseable capacidad de administrar terapias adecuadas -algo que falló en Holanda, según ha denunciado en la prensa-. Cargar exclusivamente al Estado del bienestar con la responsabilidad de la felicidad de los ciudadanos no deja de ser una trampa individualista que impide darse cuenta de la indiferencia mutua que seguimos sembrando.
De lo que yo hablo sobre todo es de amigos, de la comunidad dentro de la que uno crece, a la que uno recurre cuando experimenta su indigencia, su impotencia y su desesperación, sea uno enfermo o cuidador. El tejido social vivo, que se desvanece crepuscular al son del mercado y de las pantallas, abre la experiencia a espacios inexplorados para el individuo desnudo, siempre encogido y pugnando por su propia vida en ese medio agreste que trata de reducirlo a mera fungibilidad.
Vivimos jugando a ser titanes y no somos más que hombres de carne y hueso. Es como si hubiésemos regresado a la lógica de la tragedia griega. Es como si hubiésemos olvidado la lógica cristiana, según la cual lo único que responde al Viernes Santo es la vida-vida, traducible hoy en una humanidad excepcional que solo documenta quien se topa y convive con ella. Igual que al niño se le abre la conciencia del mundo desde el abrazo incondicional de sus padres, lo único que desafía la dinámica aniquiladora de la soledad sufriente es la relación permanente con alguien dispuesto a dar su entera vida por ti.
Si encontramos ese lugar, que en nuestros tiempos individualistas a muchos se les puede antojar una utópica alucinación, necesitamos cuidarlo y hacerlo crecer. No solo para prevenir y combatir el daño al prójimo, para vivir mejor y para descubrir el sentido de lo que vivimos, sino para que, tanto nosotros como los que nos encontremos podamos recordar el regalo que somos cuando crucemos el infierno.