Marcelo López Cambronero | 10 de junio de 2020
George Floyd no solo murió por ser negro. Murió porque los policías, nada más ver su color, su ropa y su comportamiento, lo imaginaron como el tipo de persona que carece de poder.
La imagen, con toda su tragedia, tiene una fuerza demoledora y es una clase magistral de Sociología. Un joven negro llamado George Floyd al que vemos morir asfixiado bajo el peso de tres policías. Uno de ellos, blanco, le presiona el cuello contra el suelo con su rodilla. Él pide auxilio: «No puedo respirar. Mamá. Mamá. No puedo respirar. Oficial, por favor, no me mate. Por favor. No puedo respirar». Después, el silencio. Un silencio que no cambia nada.
El policía lo mira desde arriba, con las manos en los bolsillos. Su espalda está arqueada hacia adelante: así desplaza el centro de gravedad para ejercer más presión. Lo mira, lo escucha, pero no se mueve. Lo ve sufrir ahí debajo y le parece bien. Le parece que está haciendo lo correcto. Le parece, se puede adivinar en su rostro, que le está dando su merecido.
Varias personas empiezan a agruparse en la acera y le piden que deje al chico, que al menos compruebe si está vivo, pero él no duda, no se echa atrás, y espera en la misma posición hasta que llega una ambulancia. Demasiado tarde.
La terrible secuencia tiene, además de una gran carga sentimental, una descomunal energía simbólica. Mucho más que una frase ingeniosa, una canción o, desde luego, un discurso. Al ver a ese policía apretando el cuello del joven negro hasta su muerte, sin piedad, sin compasión, y también sin miedo, entendemos perfectamente, y sin saber cómo, cuál es la situación social que atraviesan los Estados Unidos.
El racismo, pensar que otros están afectados por errores o taras de cualquier tipo solo por pertenecer a una determinada etnia o por compartir ciertas características físicas, es algo tan claramente desmentido por los hechos que resulta sencillamente absurdo, a pesar de que todavía exista en muchos lugares y, desde luego, en el país más poderoso del mundo.
Sin embargo, George Floyd no solo murió por ser negro. Murió porque los policías, nada más ver su color, su ropa y su comportamiento, lo imaginaron como el tipo de persona que carece de poder: pensaron que sería un delincuente de poca monta, sin recursos, al que nadie ayudaría y que no sería capaz de reclamar sus derechos, al que defendería un abogado de oficio en un juicio rápido y rutinario en el que no se tomarían en serio sus alegaciones. También pensaron que si presentaba cualquier reclamación por abuso policial esta caería, como tantas otras, en saco roto. George Floyd era para ellos un nadie. Víctor Hugo los llamaba «miserables», en la actualidad los podríamos calificar como los «sin-poder».
Estados Unidos habla de sí mismo como «el país de las oportunidades», en el que cualquiera puede labrarse un porvenir e incluso «cumplir sus sueños», «hacerse a sí mismo». Esta mentalidad, por supuesto, conlleva en buena lógica que quien no lo consigue es culpable de su fracaso, es un perdedor, un loser.
Este es el reto fundamental de las sociedades contemporáneas: conseguir un reparto del poder que permita el desarrollo personal y comunitario
Lo cierto, sin embargo, es que nadie se hace a sí mismo. Para llegar hasta donde hayamos llegado, todos hemos recibido el apoyo, la ayuda, el afecto y la caridad de otros, empezando normalmente por nuestros padres. Se hace preciso decir que muchas personas no podrán cumplir sus sueños nunca, por mucho que se esfuercen. Es más, muchas viven sumidas en un infierno del que no pueden escapar por sí solas y necesitan ayuda.
En Europa parece que no solo pensamos (consciente o inconscientemente) que los empobrecidos son perdedores y culpables, sino además inútiles y desgraciados. Esto significa que les han perjudicado unas circunstancias de las que nunca podrán salir, ni nosotros conseguiremos sacarlos. Por lo tanto, lo más que podemos hacer por ellos es condenarlos a la astenia de una «paga».
Y no es que las subvenciones o las ayudas económicas directas no sean importantes: son fundamentales para dar un impulso a quienes se encuentran dentro de un pozo oscuro y resbaladizo; pero no son suficientes, y si no son apoyadas por otro tipo de políticas se convierten en un engaño, en una trampa que aboca a la impotencia. En palabras de Simone Weil, una de las mentes más preclaras de los últimos siglos, «nadie se siente satisfecho durante mucho tiempo del hecho puro y simple de vivir».
Todo régimen político, más las democracias, se califica a sí mismo por su forma de repartir el poder entre los ciudadanos. Se trata de potenciar las posibilidades de cada uno para crecer, desarrollarse, expresar sus opiniones, desplegar su personalidad y su creatividad en el trabajo, en la vida pública, allí donde puedan manifestar su vocación, da igual si esta es más o menos ambiciosa o si alcanza mayor o menor reconocimiento. Se trata de dar a todo el mundo, al mismo tiempo, capacidad, libertad y responsabilidad.
Este es el reto fundamental de las sociedades contemporáneas: conseguir un reparto del poder que permita el desarrollo personal y comunitario. Por supuesto, sin distinguir entre los individuos por su raza, su religión, su inclinación sexual ni —ahora también hay que decirlo— sus opiniones políticas.
El racismo, la marginación y la pobreza son una mácula insoportable para nuestras democracias, pero hemos de tener en cuenta que el crecimiento desmedido del Estado, la acumulación de poder por parte de élites políticas que solo dejan migajas para la sociedad civil, es la sombra real que amenaza con destruirlas. Tendremos que abordar un problema sin olvidar el otro.
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