Armando Zerolo | 11 de mayo de 2021
No entiendo que los jóvenes añoren la vida de sus padres, una vida que nunca pareció especialmente atractiva y que se simplificó en un aburguesamiento ochentero: una casa, un coche, una tele y dos hijos.
Cada generación tiene sus himnos y sus mitos. La de nuestros padres creció pensando que bajo los adoquines había una arena fina sobre la que retozar sin dolor y sin esfuerzo. La nuestra piensa que el País de Nunca Jamás está gobernado por el señor de las moscas. Nuestros padres quisieron desempedrar las calzadas y vieron volar los adoquines. La nuestra vuelve a casa, deseando al padre que no está, y por el camino, para matar el aburrimiento, quema un par de contenedores.
Yo me pregunto a cuento de qué esta añoranza, cómo se explica este «querer vivir como nuestros padres». Me lo pregunto ahora que soy padre, y me encuentro a mitad de camino entre los que son añorados, y los que añoran. Mi música es otra, estoy entre medias, soy de esa generación rara que todavía está definida por una Ley General de Educación, y no por un yogur o una película.
Mi música era la de una vieja cinta pirata de Siniestro Total en la que sonaba A casa, que era como la canción del turrón por Navidad, pero al contrario. Aquellos macarras gallegos, cuyo nombre nació de un accidente, decían que «la familia es la célula de la sociedad moderna, aunque sea cancerígena desde la Edad de Piedra». Y a mí no me resultaba difícil comprender aquello. Se daba por hecho que ninguna familia era perfecta, que cada uno tenía la suya y que, a trancas y barrancas, uno iba creciendo y saliendo al mundo. Aquella canción satirizaba el drama de la tradición y se situaba en un cómico intermedio entre el sofisticado «matar al padre» y el barroco tradicionalismo. Desde la Edad de Piedra el ser humano vive como puede, donde le toca, y como le toca, y es una lucha personal que, vivida con nuestros iguales, es un poco más fácil, aunque no siempre. La abuela bebía vino en cartón y el hermano alucinaba con el LSD, pero el personaje de la canción tenía un lugar al que volver.
Hoy vemos aparecer algo viejuno en el horizonte de las nuevas generaciones, un canto romántico a las viejas formas de vida, al pueblo, a la familia y a la tradición. Lo entiendo, comprendo perfectamente ese deseo, porque tengo la certeza de que es imposible vivir el presente sin una vida estructurada y ordenada en un conjunto de presupuestos recibidos. Pero al mismo tiempo me inquieta. No termino de ver si esas ganas de vivir como «nuestros padres» nacen de la experiencia real de una vida verdaderamente imitable, o de una frustración por un presente que se aparece escrito con un código indescifrable. No es lo mismo agradecer a nuestros padres todo lo que han hecho por nosotros, lo cual es imprescindible para poder convertirnos en adultos, que querer vivir como ellos porque no entendemos la vida que nos ha tocado vivir.
El agradecimiento y el resentimiento son dos caras de una misma moneda que nunca cae de canto. O agradecemos lo que vivimos, o nos revolvemos contra lo que vivimos, pero no hay un término medio. Y no termino de ver que este canto al pasado de nuestros padres nazca de un agradecimiento, sino de una insatisfacción con el presente.
El pasado es un lugar mágico al que solo se puede ir desde el presente. Nos asomamos a lo que fue para vivir lo que será, siempre desde una pregunta por el presente provocada por una necesidad. Esto es lo que me hace preguntarme por los mitos de la generación posterior a la mía, la que no se acuerda de las olimpiadas de Barcelona 92. No entiendo que la añoranza esté empezando a ser el rasgo distintivo de unos jóvenes que se asoman a un futuro oscuro. Comprendo que han estudiado mucho, y que tendrán que trabajar el doble para ganar la mitad. Que difícilmente pagarán la entrada por una casa hasta los cuarenta años, y que forzosamente tengan que abandonar su lugar de origen para encontrar un trabajo precario. Que lucharán por tener hijos cuando ya sea tarde, y que las incertidumbres del mundo les resulten desproporcionadas. Lo comprendo, y lo lamento profundamente. Las generaciones anteriores no se han hecho cargo de ello, y les hemos dejado una herencia envenenada.
Por eso no entiendo que añoren la vida de sus padres, una vida que nunca pareció especialmente atractiva, y que se simplificó en un aburguesamiento ochentero: una casa, un coche, una tele y dos hijos. A sus ojos una familia numerosa, una vocación religiosa, o una carrera de corresponsal de guerra eran igual de imprudentes. Aquella generación se hizo adulta con el 68 y la Movida, pero se hizo vieja en una sucursal bancaria y en un apartamento en la playa.
Lo que no puede ser es que nos declaremos huérfanos y, al mismo tiempo, nos arrojemos a los brazos de un padre imaginado
No veo que el deseo de la nueva generación se corresponda con su objeto. Lo que desean de la vida de sus padres, si lo miran con atención, no se corresponde con la realidad. Nuestros padres vivieron su vida, no hay ni culpa ni gloria en ello. Ahora toca vivir la de cada uno, con nuevos retos y nuevas preguntas, y asumiendo que se hace desde la dificultad de una cierta orfandad. Lo que no puede ser es que nos declaremos huérfanos y, al mismo tiempo, nos arrojemos a los brazos de un padre imaginado.
El pasado no puede ser nunca la maza con la que destrozar el presente, por eso toda restauración es una revolución.
Madre es aquella que ha tenido que enterrar a un hijo y también aquella que sentirá, a buen seguro, cómo sus entrañas se encogen cuando le preguntan si destruyen los embriones que esperan congelados a colmar esa felicidad a la que cree tener derecho.
De un tiempo a esta parte se ha multiplicado la cantidad de vida que le entregamos a internet. Pasamos más horas encapsulados en nuestros teléfonos móviles, a la par que abreviamos nuestra vida al otro lado.