Higinio Marín | 11 de junio de 2020
Cuando la juventud aspira a perpetuarse como estado de conciencia, lo hace mediante la cancelación de toda forma de incondicionalidad en los vínculos del sujeto.
Cuando alguna vez me han preguntado cuál es el rasgo más esencial o diferencial del hombre de nuestros días, o, si se quiere, cuál es el paradigma antropológico contemporáneo, mi respuesta ha sido «la juventud». Ciertamente, se trata de una idea de juventud cuyos límites biológicos quedan en un segundo plano, ni irrelevantes ni suficientes para entenderla como paradigma cultural.
Para empezar, no es nada fácil fijar los límites biológicos de la juventud. Baste con decir que nunca los tuvo definidos con nitidez. Entre la infancia y la madurez apenas mediaba un tiempo de rasgos difusos y denominaciones varías (mocedad, mancebía, pubertad, adolescencia). La razón por la que se ha mantenido en esa indefinición es, a mi juicio, porque no ha sido una edad de la vida, en sentido propio, hasta finales del XIX y, sobre todo, principios del XX en las sociedades más desarrolladas.
En las economías de subsistencia, donde es muy poca la complejidad cognitiva de los procesos que generan bienes, los individuos son productivos incluso antes de abandonar la infancia. Por eso son una mera carga económica durante muy poco tiempo y, por eso, tener hijos en esas sociedades es muchas veces más una inversión que un gasto. Lo mismo ocurrió en las primeras sociedades industriales que emplearon masivamente a niños, aunque casi en peores condiciones de subsistencia que las sociedades agrarias y artesanales.
El caso es que si se empieza a trabajar antes de dejar de ser niños y se establecen casamientos apenas unos años después de alcanzada la madurez orgánica, como también ha sido tradicional, eso que llamamos juventud no aparece. En esas circunstancias, la juventud no es una edad de la vida, sino la característica genérica de un sujeto que todavía no es anciano o cuya madurez no es tardía.
Para que la juventud aparezca como tal es necesario que al final de la infancia se abra el trecho de unos años de plena competencia sexual -esa es la madurez de un organismo en términos biológicos- y sin responsabilidades familiares ni laborales. Y eso es lo que ocurre cuando la complejidad cognitiva de lo que hay que aprender para ser económicamente productivo es muy alta y, por tanto, requiere de muchos años, tal y como ocurre en las sociedades desarrolladas.
En países como Inglaterra, Francia y Alemania, la escolarización de los niños en lo que hoy llamamos enseñanza primaria estaba muy extendida a finales del siglo XIX y principios del XX. Pero la ampliación a la enseñanza secundaria, y todavía más a la universitaria, no se va a consumar hasta bien entrado el siglo XX y, en realidad, hasta la posguerra y mediados de siglo.
Cabe decir, pues, que la juventud como edad de la vida diferenciada -que desplaza y asume ideas previas como la adolescencia- surge entre finales del XIX y el XX. En esos años empieza a generarse un mercado juvenil que la publicidad estereotipa y segmenta muy pronto, y que el cine y la música van a internacionalizar simbólicamente. También aparecen las juventudes políticas y, como cuenta Stefan Zweig, los jóvenes dejan de intentar no parecerlo, porque se reconocen como tales con gustos y hábitos propios.
Sin embargo, no es hasta el final de la Gran Guerra cuando la juventud se reconoce a sí misma como una cierta identidad colectiva, mediante la idea de ‘generación’ que empieza a circular por aquellas fechas. Desde entonces, aunque muy poco a poco, las diferencias y conflictos entre generaciones van tomando cuerpo y, de la mano de Freud, la condición juvenil debuta en la vida psíquica precisamente mediante el enfrentamiento paternofilial (edípico). Tales conflictos generacionales van muy lentamente sobreponiéndose a las demás fracturas sociales, y en sustitución del proletariado va a apareciendo un sujeto social, político y cultural nuevo, que eclosiona como tal en Mayo del 68.
Ahora ya no se trata solo de una edad de la vida entre la madurez física sexual y la demora de responsabilidades familiares, ni de su reconocimiento en oleadas de generaciones, sino de la conciencia de pertenencia a un sujeto nuevo y protagonista de los acontecimientos sociales. Todo ello concertado internacionalmente por la irrupción de la música pop y una lírica juvenil sin precedentes.
Así que la juventud, que fue primero una categoría difusa y sin correspondencias claras, se había convertido en un sujeto social, cultural y político que refractó y descompuso la lucha de clases en conflicto generacional, liberación sexual, feminismo, pacifismo y, muy pronto también, ecologismo.
Sin embargo, nada de lo anterior termina de justificar que la juventud sea el paradigma antropológico de nuestra época. Y, ciertamente, no lo sería si se hubiera limitado a refractar ideologías. Pero la juventud desborda esos límites al proclamarse y proponerse a sí misma no ya como una edad de la vida, sino como su plenitud más cumplida; no ya como un sujeto político, sino como la forma individual y colectiva de la subjetividad libre.
Estamos, pues, ante la forma y la plenitud de la autoconciencia de lo humano que es capaz de pensar nuestro tiempo y que lo define epocal y diferencialmente, y que consiste en la constitución de un sujeto sin pasado y con disposición ilimitada de futuro en el presente. Para el joven no solo todo es todavía posible, sino que él mismo es todo posibilidad. Si hace poco más de un siglo la mera posibilidad era un estado carencial al que se le llamaba adolescente, hoy significa la posesión sin merma del principio, la libertad en ejercicio y sin consumición.
Cuando la juventud aspira a perpetuarse como estado de conciencia, lo hace mediante la suspensión de toda forma vinculante del pasado y, por tanto, mediante la cancelación de toda forma de incondicionalidad en los vínculos del sujeto. De ese modo, y sean cuales sean los avatares particulares de cada vida, el individuo se ha reservado el poder de revocarlos y volver a empezar, regresándose a un origen que nunca comprometió: la juventud perpetua.
Así concebido, poder volver a empezar es vencer al tiempo doblándole el pulso y disipando su peso sobre la propia vida y conciencia, que se renuevan interminablemente en la lozanía de lo posible que es la libertad sin consumir. Nada como el juego y la completa ludificación de la existencia pueden encarnar esa capacidad de regenerarse sin precisar de más finalidad que el esfuerzo competitivo.
Por eso, por ejemplo, nuestros jóvenes pugnan por permanecer tales retrasando la asunción de responsabilidades familiares cuanto sea posible. Esa es la realización social de la eterna juventud que Wilde había presagiado en Dorian Grey como forma de la autoconciencia contemporánea.
Haría cualquier cosa para recuperar la juventud, excepto ejercicio, levantarme pronto o ser respetable… ¡Juventud! No hay nada como la juventudEl retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde
Juventud es, pues, el estado de conciencia correspondiente a la reducción de la realidad a posibilidad en oposición a lo pasado, lo necesario, lo ya determinado e irrevocable. Y, de entre todas las pervivencias del pasado que avejentan la conciencia, la peor y más tóxica es la culpa. Por eso, la cultura filosófica y literaria del siglo XX es, casi sin excepción, un titánico esfuerzo de exculpación del sujeto que, si no se lograra, no lo dejaría en puridad ser joven. Se trata de suprimir la necesidad de la salvación mediante el perdón configurando un sujeto cabalmente inocente y, por lo mismo, imperdonable.
En efecto, también el perdón nos deja siempre volver a empezar y pone al sujeto renovado sobre sí mismo, pero mediante el reconocimiento de la culpa y el poder libérrimo del que perdona, que la jovialidad como forma de la autoconciencia quiere hacer innecesarios. Por eso, incluso la muerte es llevada al estatuto de lo posible (o accidental) y, de ese modo, la juventud como celebración de la vida aboca a la muerte como elección.
De ahí la doble nostalgia que da forma a la cultura contemporánea: la de una infancia a cuya inocencia sin pasado se quiere regresar; y la nostalgia de la juventud misma a la que se condena a toda vida con pasado no suprimible. El puro futuro hecho presente como nostalgia de la inexistencia del pasado.
Esta crisis es tan gigantesca que solo podremos salir con pactos transversales que superen los bloques. Aquí no hay salidas de izquierdas o de derechas. Dejémonos de pancartas de parvulario y de sonajeros para votantes.
El amor es un niño pobre que se divierte toda su vida, cada jornada, con el mismo juguete. Si no amamos, necesitamos la novedad.