José María Contreras Espuny | 11 de junio de 2020
Lo mejor de la vida no es vivirla, sino pensarla. Igual que con los hijos: lo mejor no es tenerlos ni criarlos, sino empañarlos a base de conceptos.
Llega un momento en que la mayoría de los hablantes decide, de forma interna e irrevocable, que ya sabe un número suficiente de palabras. Su español queda como infartado y, si en adelante encuentra algún término que desconoce, sentencia que el texto en cuestión está lleno de palabras «raras» y que su autor es un «pedante»; siempre y cuando le haya dado tiempo de aprender el significado de «pedante», que para muchos es ya una palabra «rara».
No es aún el caso de mi primogénito, también conocido como José María. Voraz a sus cuatro años, constantemente demanda nuevas etiquetas que le alumbren nuevas realidades, porque sabe que el mundo todavía no se le ha desplegado del todo. Escucha una palabra, la silabea, repasa su burbujeante memoria y, si no la encuentra, reclama una definición. «La-drón, ¿qué es ladrón?», preguntó ayer mismo a propósito de Alí Babá y sus cuarenta desprovistos-de-significado, sus cuarenta oquedades, que un pedante diría.
Como siempre intento dar la definición exacta, rara vez tengo éxito. Con ‘ladrón’ me vi primero obligado a definir ‘propiedad’. Luego me enredé intentando justificar que su hermano, por más que le quitara algo puntualmente, no era un ladrón en sentido estricto. No lo convencí porque al poco, desde el salón, oí cómo amenazaba a Manuel con llamar a la «pulicía» si seguía reteniendo el playmobil de la barba rubia, cuando el playmobil de la barba rubia –eso sí lo había entendido– era de su propiedad desde su cumpleaños. En parte por no contradecirme, dejé que lo dirimieran entre ellos, fui al despacho y escribí en un pósit: «¿Qué le queda por conocer a José, lo mejor o lo peor?».
El pósit, lógicamente, apuntaba al conocer, no al vivir, porque el saldo de una vida quién lo ajusta. No se puede, como propuso Jeremy Bentham –tan despreciable, tan semejante–, considerar el placer como ingreso y el dolor como gasto, para después, en el colmo de la avaricia, echar cuentas. Es absurdo: hay dolores salvíficos y placeres destructores; de hecho, no conozco ningún placer, digno de tal nombre, que no te aniquile. También hay favorecidos por la fortuna que son desgraciados a jornada completa, como hay zarandeados por la fatalidad que pían alegres como pajarillos. También hay lo contrario.
Nah… la vida, Dios sabe. Por eso el pósit apuntaba más bien al descubrimiento de nuevos conceptos, de nuevas palabras en definitiva. No sabría decir qué porcentaje del futuro conocimiento se tiene con cuatro años, pero sin duda no mucho. Y si sumamos todo lo que le queda por aprender a mi hijo, ¿el cómputo global sería positivo o negativo? Por ejemplo, ya sabe de la angustia, pero no de la tristeza, que es mil veces peor. Por otro lado, conoce el amor de una madre, aunque ignora que no es el único amor que solo puede dar una mujer.
Pero vayamos por orden. Primero están las cosas que conoce, pero conoce mal. Así, apunté en sendos pósits «Vida» y «Muerte», palabras sobre las que tiene ideas aproximadas, un tanto peregrinas. También de la «Resurrección», que intuye a raíz de que le contáramos la historia de Jesús. Y aunque es más bien truculento, y la Pasión, especialmente la Crucifixión, es lo que más disfruta, entiende que Jesús volvió de la muerte y que ahora está en el Cielo, esperándonos. Sin embargo, me da mí, cree que la Resurrección, a efectos prácticos, es exclusiva de Cristo y que el alma del resto, tal como muere, sale propulsada, catapultada, disparada a su encuentro. Lo piensa porque aún no ha hecho más que mojar los labios en su mortalidad. La pregunta es si cuando apure esa copa preferirá no haberlo hecho. De nuevo, Dios sabe.
Luego estarían aquellas cosas que ignora por completo. Y no es fácil, porque muchas de las que se me ocurrieron eran, en realidad, desarrollos, maceraciones de algo que, aunque sea de forma incipiente, ya conoce. Por deriva de mi temperamento tiendo a fijarme en lo malo, así que, acordándome de Dante, escribí «Traición». Pero lo deseché porque, siendo el primer hijo de tres, creo que de alguna manera también ha posado sus labios en el borde de esa copa.
«Dinero» puse en otro pósit, pero al momento lo arrugué. Ya lo conoce. Con ilusión le di una moneda hace unos días y con equivalente desilusión me la devolvió, porque no estaba rellena de chocolate. «Desengaño»… no; «Frustración»… tampoco: las conoce a su manera. Y así fui elevando el montículo de pósits hasta que me acordé de la «Nostalgia». Era una palabra prometedora, pero igual acabó engurruñada porque José echa de menos ciertas cosas, por más que puedan parecer irrisorias. Además, no tengo claro que la nostalgia sea negativa; especialmente la nostalgia que nos hace permeables a la belleza, esa nostalgia indefinida que nos recuerda que hemos olvidado algo, aunque no sepamos muy bien el qué.
Así que desistí de lo malo; no había manera. Pero tampoco me fue mejor con lo bueno, hasta que caí en la cuenta de lo mucho que me estaba divirtiendo. ¡Eso es! A mi hijo aún le falta lo mejor: la metavida. El pensarse, el alejarse de sí mismo, hacerse objeto de análisis, clavarse con chinchetas en su mente como si fuera una mariposa. Porque lo mejor de la vida no es vivirla –eso mancha una barbaridad–, sino pensarla. Igual que con los hijos: lo mejor no es tenerlos ni criarlos, sino pensarlos, empañarlos a base de conceptos, utilizarlos para malgastar unos cuantos pósits, escribir algún artículo y dar salida a las palabras «raras».
No hay manera de aclararse en una época que rastrea las mentiras como un perro pachón, pero que no daría con una verdad ni aunque le cayera encima abriéndole la cabeza.
Ciñéndonos al acto de parir, ¿seríamos como los animales? No. ¿Por qué? Porque nuestras hembras dan a luz con extrema dificultad.