Armando Pego | 11 de julio de 2021
Juan Ramón Jiménez es el máximo poeta español del siglo XX. Pertenece a ese Parnaso escogidísimo de cuatro o cinco poetas cuyas voces en cada siglo hacen retumbar el eco originario de Orfeo.
Entre esas opiniones con que uno suele martillear la paciencia de los amigos al llegar a una cierta edad destaca, en mi caso, la férrea convicción de que Juan Ramón Jiménez es el máximo poeta español del siglo XX. Considero que pertenece a ese Parnaso escogidísimo de cuatro o cinco poetas cuyas voces en cada siglo hacen retumbar el eco originario de Orfeo. En mi peculiar canon JRJ alargaría y confundiría su sombra con las de R. M. Rilke, T. S. Eliot, Fernando Pessoa y Wislawa Symborzska.
Déjenme que me avance a su mueca de escepticismo ante una afirmación tan rotunda. ¿Quién puede negar la grandeza de tantos nombres contemporáneos en la poesía hispana a ambos lados del Atlántico? Permítanme tan sólo enumerar algunas de las razones de mi maniática y apasionada defensa juanramoniana.
Sólo un gran poeta es también capaz de salir indemne, purificado, de la burla, la sátira o la parodia a las que su propio estilo está expuesto
Que te deslumbre su poesía sobrepasa incluso el hecho de que te guste. No es cuestión de preferencias por una etapa u otra de su obra o por aquellos poemas que uno recuerda de su infancia entre puntos suspensivos (“El viaje definitivo”). Tanto en Arias tristes (1903) como en La estación total (1936) o en Ríos que se van (1953) JRJ es a menudo cargante, indignante, histérico, como un violín de zíngaro que repite obsesivamente unas cuantas notas, y, sin embargo, uno no puede dejar de leer hechizado cada uno de sus versos.
Sólo un gran poeta es también capaz de salir indemne, purificado, de la burla, la sátira o la parodia a las que su propio estilo está expuesto. De Platero y yo a “la transparencia, dios, la transparencia” es imposible no echarse unas risas a costa de esos rasgos hiperestésicos con que la crítica ha caracterizado la obra de JRJ. Al final, de nuevo el lector debe reconocer que sale con gozo derrotado.
Pocos poetas como él han mostrado una mirada de compasivo respeto hacia los despreciados: “El niño pobre”, “La cojita”, “El loco”… La inmensa minoría de JRJ, tan despreciada por selecta, está formada por cualquiera de nosotros cuando nos detenemos a beber, pura, su agua más clara. Desde su torre de marfil sigue entonando, grave, el canto más sencillo.
En Tiempo, dolido porque se sentía el destinatario del ensayo Lo cursi de Ramón Gómez de la Serna, anotaba: “Escribir contra otro, contra mí es natural, y yo merezco cuanto se me diga, menos la mentira y la calumnia. Yo escribo lo que me parece contra lo que no me gusta, pero nunca por móviles de congracieo”. Las anécdotas de los enfrentamientos con los artistas más jóvenes –“estetas del limbo”, “entes de antro y dianche”, como los retrata en Españoles de tres mundos -, no pueden dejar de reflejar el malestar freudiano de unos hijos que advierten su impotencia para ocupar el lugar del padre y de un padre empeñado en deshacerse de cumplir esa figura.
Es lugar común reconocer el enorme mérito de la aportación de JRJ a la construcción de la (post)modernidad poética española. Diario de un poeta reciencasado (1916) y Espacio (1954) son dos libros que debieran leerse obligatoriamente en cualquier facultad de filosofía para entender que existe en nuestra lengua, a la altura de su época, una exploración fenomenológica de la realidad, con una conceptualidad radicalmente imaginística.
En cualquier caso, la Obra en marcha, esa Obra total que debía ser una y otra vez revisada y releída, provisional en su eternidad, no debe hacer olvidar otra faceta de la creatividad de JRJ
En cualquier caso, la Obra en marcha, esa Obra total que debía ser una y otra vez revisada y releída, provisional en su eternidad, no debe hacer olvidar otra faceta de la creatividad de JRJ. Él no fue un poeta profesor; no hizo de la literatura y el arte un objeto de estudio. En él fluía, en su conciencia de poeta, la tradición entera de nuestra lengua y cultura.
Tan inclinado al Romancero y a la poesía hispano-arábiga, a fray Luis de León y san Juan de la Cruz, a Garcilaso y Góngora, su mirada es indispensable para entender la trayectoria del «modernismo» español. Suele decirse que Bécquer y Rubén Darío (y José Martí) están en el origen de nuestra lírica contemporánea. Sin Juan Ramón -sin sus lecciones métricas, estróficas, cósmicas- sus cauces no habrían logrado fundirse.
Baste citar a Claudio Rodríguez, Antonio Colinas, Eloy Sánchez Rosillo o José Mateos. La obra de estos poetas extiende y testimonia la definición que el propio JRJ dio de sí al principio de Espacio: “No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin. Y lo que veo a un lado y otro, en esta fuga (rosas, restos de alas, sombra y luz), es sólo mío, recuerdo y ansia míos, presentimiento, olvido. […] Lucha entre este ignorar y este saber es mi vida, su vida, y es la vida”.
Quizás quede pendiente bosquejarle a JRJ una caricatura lírica donde, como las suyas, se trate “de la imitación literaria (prosa, literatura) de un ser distinto, que no es ni podemos ni queremos hacerlo nuestro”. Y que, sin embargo, es de todos.
«Contra la indignidad de los cristianos» incluye cinco ensayos de Nikolái Berdiáiev que todo cristiano (y no cristiano) debería leer.