Rocío Solís Cobo | 12 de abril de 2020
Pasado el tiempo de recogimiento por el coronavirus, el mayor triunfo sería ser capaces de recordarnos unos a otros lo que hemos vivido, para poderlo vivir cada cual y como pueblo.
Siento lo abrupto de la pregunta. Debe ser que este tiempo invita a ser directos, sobre todo con uno mismo. Es cierto que nunca he sido ciudadana de una pandemia y que nunca he convivido con un mundo que al mismo tiempo se recluía. Eso marcará la memoria colectiva de cada uno de nosotros, como lo han hecho el 11S, el 23F, el 11M… Tanto que decir esta especie de contraseña ya nos lleva al mismo lugar a todos a la vez y a lo que estábamos haciendo ese día. Ahora nos diremos: «¿Recuerdas la Semana Santa del 20, cuando no fuimos al pueblo porque…?».
Pero a lo que me refiero es que yo, y entiendo que cada uno de ustedes, ya hemos vivido más de una crisis en nuestra existencia. Una de esas en las que, mientras la pasas o recién pasada, uno se promete a lo Escarlata que jamás de los jamases volverá a vivir como un necio. Y mientras lo dice, ya está hiperventilando, porque la lavadora no funciona, o porque al niño le han vuelto a quedar las Matemáticas, o porque en el trabajo parecen no reconocer nunca a los comprometidos o porque… es decir, no-nadas que en el momento de la tormenta nos hubieran parecido praderas para recostarse, pero que una vez pasada la nube son merecedoras de toda nuestra vitalidad. Así estamos hechos.
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Y una y otra vez nos escandalizamos por ello. Y en alto, o sobre todo para los adentros, volvemos a interrogarnos con fiereza: ¿cómo es posible que, con lo que hemos pasado, yo vuelva a vivir de la misma manera?
No se trata de pactar con la mediocridad. Nada más lejos. Digo esto intentando hacer de madre sobreprotectora y prevenir que nos peguemos el batacazo nada más quitarnos la mascarilla; al tener la expectativa de que, en cuanto pongamos un pie en la calle, nos dedicaremos a hablar como el de Asís al hermano semáforo, hinchando nuestros pulmones para saborear cada aliento de aire sano y viviendo la certeza de que somos el pueblo elegido llevado a la tierra prometida de la salud. Nada de esto es mentira, de hecho esta es nuestra consistencia, la sepamos o no, pero ¿cuánto ha durado esta conciencia en casos parecidos? Cada uno puede hacer su balance.
Estamos hechos para vivir, no para aprender lecciones. Por eso a veces hay un abismo entre lo que sabemos y lo que hacemos, entre lo que pensamos y cómo vivimos. No se trata de ser coherente, es más profundo, se trata de ser hechos cada día por una conciencia que se despierta a cada instante, y en cada contacto con lo real decide de nuevo vivir bien. No vale con haberla programado el día de la furia y jurar que nunca volveremos a pasar hambre. Necesitamos volver a tener anhelo de pan a cada rato para hacer memoria de lo sucedido y vivir como hombres nuevos.
Me parece percibir que esto es lo que se intuye en tanto aplauso, tantas ganas de ayudar a los que antes del coronavirus ya vivían solos y sin ayuda, tanta, verdaderamente, buena voluntad. Deseo profundo de nacer de nuevo. Pero ¿cómo se nace de nuevo siendo ya viejo? Nos suena la pregunta, es decir, cómo se vive de nuevo una vez que ya hemos experimentado que, a pesar de saber qué es lo importante, volvemos a caer en la misma neurosis, ansiedad, o simplemente en el mismo deje estúpido sin más…
¿Cómo poder custodiar lo vivido estos días, lo aprendido? ¿Cómo dejarnos educar por ello? ¿Cómo no dejar de saborear la calle, el abrazo del amigo, la barra de bar y la libertad de nuestros pies cuando nos devuelvan a la arena? Seguramente la única fórmula es desear que así sea, hacer la petición explícita y tener la paciencia con nosotros mismos de hacer memoria cada día de lo vivido. Es un trabajo, es la labor de cultivarse, el deseo de que la vida sea camino y nos lleve a la meta más ligeros de equipaje y más sabios.
Es un trabajo, es la labor de cultivarse, el deseo de que la vida sea camino y nos lleve a la meta más ligeros de equipaje y más sabios
Lo que en esta ocasión cambia y se podrá convertir en un buen compañero de camino, esencial y bello, es que lo podremos hacer en comunidad. Y este es el punto. Será un buen factor para comprobar, pasados los años, si hemos triunfado como pueblo o de nuevo hemos dicho entre dientes “sálvese quien pueda”. Si, en palabras de mi amigo Pedro Alfaro, hemos despertado una inteligencia colectiva, una inteligencia creativa cuya médula sea el descubrimiento de lo que nos une y desde ahí salir a la plaza pública a pasearla con afecto.
Sería el mayor triunfo, pasado este tiempo de recogimiento. No tanto hacer un ejercicio individual de voluntad, que no estará de más, sino ser capaces de recordarnos unos a otros lo que hemos vivido para así poderlo vivir cada cual y como pueblo. Hacernos hermanos para que, cuando pensemos que es un fantasma lo que vemos en la noche, otro nos diga: «No, ¿no recuerdas?, es nuestro amigo, lo conocimos juntos», y nos tiremos al agua para navegar la realidad sin miedo, hasta el fondo, porque sepamos un poquito más de qué esta hecha la vida y qué nos sostiene a nosotros.