Higinio Marín | 13 de mayo de 2020
Para el hombre, la supervivencia no es un mero hecho físico ni económico, y no sale del todo vivo de la dificultad quien no lo puede contar.
Se cuenta que un célebre filósofo y profesor se interrumpió en medio de una conferencia y, con la cabeza cogida con las manos, buscó ayuda mientras mascullaba alarmado: “¡Un derrame, un derrame!”. Pronto lo rodearon y lo pudieron tranquilizar: “No se preocupe, profesor, es solo un pequeño sismo”.
Durante estas semanas y mientras leía algunos análisis de filósofos e intelectuales sobre el efecto de la pandemia en nuestro mundo, o escribía mis propias reflexiones al respecto, no he podido evitar recordar esa entrañable anécdota. Hay algo de inevitable en ella: pensar es estar dispuesto a correr el riesgo de confundir lo uno con lo otro, sin muchas esperanzas de salir bien parado. Vivir en las ideas tiene un punto de ineludible delirio quijotesco: no es nada fácil distinguir la realidad de lo que dicen los textos, sobre todo si los ha escrito uno mismo.
Menos ternura despiertan los que viven más de las ideas que en las ideas, y se empeñan en hacernos creer que el horizonte acaba en los puntos finales de sus peroratas. De hecho, la pandemia ha desencadenado un alud de entrevistas a filósofos e intelectuales nacionales e internacionales, convertidos en un servicio de emergencias, en sustitución de los habituales expertos, economistas o politólogos.
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Es posible que leerlos todos sea menos interesante que preguntarse por qué ahora, cuando menos crédito se da a la filosofía para explicar la realidad, se acude tan profusamente a ella. La respuesta está, me parece a mí, en esa sensación de irrealidad con la que nos desconcertó la situación: acabábamos de presenciar cómo lo imposible se había hecho realidad y, por tanto, era la realidad misma la que nos ofrecía dudas, sobre todo una: ¿qué era lo que estaba pasando en realidad?
Obviamente, nadie dudaba de que se trataba de un grave problema de salud pública de naturaleza epidemiológica que tendría graves consecuencias económicas y sociales. Todo ello requería una urgente gestión política que pasaba por adoptar medidas excepcionales de inmediato impacto en la vida de todos. Todos sabíamos que era eso lo que pasaba y, sin embargo, persistía la duda acerca de qué era lo que nos pasaba en realidad.
Desde luego que nadie esperaba que los filósofos solucionaran la cuestión. Por mucho que no saber lo que nos pasa sea parte principal de lo que nos pasa, que diría Ortega, saberlo no suele bastar para solucionar los problemas, que persisten por sus propias causas, en este caso biológicas primero y socioeconómicas después.
Eran, pues, los epidemiólogos y los investigadores primero, y más tarde los economistas, los que tenían que encontrar las herramientas que nos permitieran ahora y en el futuro sobrevivir al problema con el menor daño humano y social posible. Así que, al respecto de la solución, la filosofía seguía siendo tan inútil como la declaró Aristóteles. Sin embargo, nada de ello ahogó la demanda dirigida a los filósofos.
Se trata de esas situaciones prodigiosas o terribles en las que no nos basta con verlo para poder creerlo y es necesario poder contarlo
Es cierto que muchas de sus respuestas podían ser decepcionantes y, sin embargo, la pregunta misma tenía y tiene un interés revelador. Y es que, para el hombre, la supervivencia no es un mero hecho físico ni económico, y no sale del todo vivo de la dificultad quien no lo puede contar. Los hombres sobrevivimos a lo que nos pasa y al pasar mismo de la vida mediante las historias con las que lo contamos. No tenemos otro modo de sobrevivir en realidad o, mejor, no sobrevivimos más que en la realidad.
Y no tenemos otro acceso a la realidad que las ideas y argumentos que nos damos para explicarla. Tanto las ideas como las historias comparten esa naturaleza argumental que desde el principio asoció a los filósofos con los amigos de las narraciones primordiales, de los mitos, dice Aristóteles.
Pues bien, era una crisis de la realidad lo que estaba teniendo lugar, por modesta que fuera, al menos en la misma medida que se sentía que la realidad se hacía increíble. Y he dicho bien: se sentía. Porque esas crisis grandes o pequeñas no son meramente lógicas o cognitivas, sino que tienen un característico pulso emocional.
Se trata de esas situaciones prodigiosas o terribles en las que no nos basta con verlo para poder creerlo y es necesario, en efecto, poder contarlo, si es que tenemos palabras para hacerlo. Y por eso buscamos a quienes las podrían tener por nosotros, precisamente los más inútiles de ordinario para resolver cualquier otro tipo de problemas.
Para ilustrar todo lo anterior, no me resisto a contar un suceso ocurrido a mediados del siglo pasado y sobre el que escribí hace tiempo (De dominio público, 1997). Cuando el aeropuerto de Villanubla en Valladolid era todavía una base militar cuya pista coincidía con la carretera, a través de una espesa niebla, un campesino transportaba su vaca a la ciudad para venderla. Por alguna razón, los soldados que debían impedir la circulación del tráfico no lo hicieron, y un bombardero aterrizó justamente sobre el campesino y su furgoneta, arrollándolos.
Inverosímilmente, el campesino sobrevivió casi indemne, pero la vaca murió y el vehículo quedó totalmente destruido. El oficial al mando, tal vez temiendo las responsabilidades que le cupieran, ofreció al aturdido lugareño una indemnización suficientemente cuantiosa para ponerle como condición que no contara a nadie lo sucedido. Tres veces tuvo que incrementarla, porque el paisano se negaba con la cabeza, hasta que al final lo desengañó de sus pretensiones: no aceptaría ningún trato que implicara no poder contar lo sucedido de vuelta en su pueblo.
Tal vez parezca una simpleza, pero no deberíamos precipitarnos. Si la vaca hubiera sobrevivido, no habría tenido nada que decir al respecto, porque la supervivencia es para las bestias un mero acontecimiento físico que se consuma mediante la continuidad de las operaciones vitales mismas: seguir pastando. Pero nuestro lugareño sabía bien de la diferencia entre una existencia animal y la suya: contarlo, vivir para contarlo. Y sabía que, en cierto sentido, el oficial le ofrecía sobrevivir como lo habría hecho su vaca, sin poder dar razón de lo ocurrido.
Si el paisano se hubiera avenido a callar a cambio de salir ganando económicamente, habría reducido su supervivencia a un hecho físico y económico, como los que pueden resolver médicos y economistas. Pero, en cierto modo, habría malgastado el hecho prodigioso de sobrevivir a un bombardero, a una pandemia, a una crisis traumática o a un cambio en la concepción de la realidad.
Quien no se afana en comprender lo que vive, también en sus dimensiones históricas, no lo vive más que de cuerpo presente, sin sobrevivirlo en la comprensión que nos pone simultáneamente a la altura de nuestro tiempo y de nuestra condición. Vivir para contarlo y contarlo para poder vivirlo.
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