José María Contreras Espuny | 13 de mayo de 2021
El coronavirus ha estrechado el mundo a la medida de nuestro entendimiento. Cuando acabe, que acabará –otra cosa es la sociedad coronavírica–, a esta gente le va a costar volver a la normalidad, a la buena, es decir, a la vieja.
Voy a sentarme en la terraza cuando el dueño del bar se me abalanza como si estuviera a punto de ser atropellado. Caballero, tengo que desinfectar la silla. ¡Anda ya!, intento eximirle de buen grado, pero él, de un grado algo peor, no se deja eximir. Me retiene con una mano mientras con la otra pasa una bayeta fumigada por las distintas partes de la silla. Se aplica con especial saña en el asiento y me sonrío imaginando cuántos traseros y en qué improbables posiciones hacen falta para contagiarse por vía cular; a no ser que nos saludáramos como los perros, claro. Pero, a día de hoy, que ni siquiera nos saludamos de manera humana, ya me dirán. Cuando se aleja para ponderar su labor y asiente satisfecho, le pido una fanta de naranja y una cerveza en vaso grande, por favor, de al menos este porte.
Vuelve con las bebidas y no las ha posado sobre la mesa cuando ya está haciéndome añorar el confinamiento. Me pasa a menudo; fue un tiempo memorable: cada uno en su casa y Dios en la de todos. Caballero, no puede fumar a menos de dos metros de otra persona. Matilde tercia para decir que no le importa y que, además, es mi mujer. Aunque la cosa parece zanjada, lamento no llevar encima el libro de familia, que lo único más policial que un policía es un civil. No importa, caballero –y venga caballería–, a dos metros. ¿Qué hago?, me pregunto con los ojos entrecerrados, porque me pilla con el cigarro a una pulgada de la boca. Lo que me sale en estos casos es dar una calada profunda y, echando el humo, recomendarle que se vaya con su respetable madre, siempre y cuando su respetable madre lleve mascarilla. Pero tenemos canguro, hemos quedado para comer y Matilde aún no ha entendido que tengo derecho a explotar de vez en cuando sin que ella tenga derecho a cabrearse conmigo por ello.
De repente caigo en que mido metro noventa, prácticamente la distancia que nos exige. Puedo, por tanto, tenderme en el suelo y añadir un cacho para que este hombre se vaya tranquilo a darse friegas con gel hidroalcohólico. Eso puedo hacerlo, pero mi instinto me dice que Matilde lo consideraría bochornoso y teatral. Es una pena, porque el dueño enloquecería al verme tendido sobre el suelo de su terraza sin haberle dado la oportunidad de desinfectarlo.
También puedo besar a mi mujer; eso estaría bien. Que yo sepa no está prohibido y haría cortocircuitar su obtusa responsabilidad. No puede fumar junto a su mujer, bip, pero sí puede comerle los morros, bip-bip, yo no saber qué hacer bibibibip… Y una explosión, un pequeño hongo nuclear saliendo de su coronilla irreprochable. Sin embargo no lo voy a hacer: me da vergüenza. No me sonroja echarle el humo en la cara al tabernero, sí besar a mi mujer en público. Eso es la civilización. Matilde lo sabe, pero como tiene su poquito de barbarie, a veces, por ejemplo, insiste en ir por el pueblo cogidos de la mano. Eso ya está regular, pero peor se pone cuando nos cruzamos con un conocido y, para evitar mi reflejo, me apresa con una determinación que ni el halcón a la liebre. La pobre está por desbravar. Aunque igual la quiero.
He alejado mi silla unos centímetros, lo cual ha servido para que se vaya, aunque no para contentarlo del todo; tampoco para encastillarme. Ahora volverá y me pillará fumando, porque pretendo empalmar un cigarro con otro. Podría explicarle mi posición, pero no lo voy a hacer, porque con el árbitro no se razona. A poco que disientas, te esgrimirá las UCI –tarjeta amarilla–, mientras en el bolsillo, impaciente, acaricia la tarjeta roja –los muertos–. ¿Quieres que la gente se muera? Claro que… Pues obedece al Gobierno y obedéceme a mí, que soy su profeta.
Cuando el coronavirus acabe, que acabará –otra cosa es la sociedad coronavírica–, a esta gente le va a costar volver a la normalidad, a la buena, es decir, a la vieja. Y es que, aunque la situación actual tiene sus molestias, es una situación comprensible. Hay calamidad, es cierto, pero también una causa, erizada y microscópica. También hay culpables. Algo debe recaer sobre el hombre, a veces pardo, a veces grisáceo, de la OMS. Luego los jóvenes y los negligentes. Para la mitad de España, la culpa es de Pedro Sánchez; para parte de esa mitad, también del 8M. En Andalucía algunos señalan a Juanma Moreno. En mi pueblo se insiste en que no hay que descartar que la culpa sea de la alcaldesa. Todo tontería, porque la culpa es de los chinos, pero bueno…
Por un tiempo, el coronavirus ha estrechado el mundo a la medida de nuestro entendimiento. De repente se ha vuelto narrativo. El tablero está claro –sea con un culpable u otro–, también el objetivo: no pillar el virus hasta que me vacunen, resguardarme hasta la segunda dosis y encerrarme de nuevo, porque se barrunta un tercer jeringazo, que –llámenme adivino– no será el último. Bien, estupendo. Y luego, cuando acabe todo, qué. Qué haremos con una libertad que para tantos ha llegado a resultar odiosa; qué con un mundo que insistirá, como antes, como siempre, en ser impenetrable. Qué haremos cuando haya que volver a vivir y haya que volver a morir.
Creo que algunos, los más intensos, nunca volverán del todo, como los soldados que regresaban de Vietnam y traían la guerra consigo. Nunca se adaptaron y acababan añorando lo que les había destrozado por dentro. Allí era matar y que no te maten, pero quién brega con la paz. Y como no hay mayor incertidumbre que la del hombre libre, ya veo al dueño del bar desubicado, nostálgico de las prohibiciones, echando de menos obedecer y defendiendo el estado de alarma, porque con el estado de alarma, como con Franco, estas cosas no pasaban.
Matilde intuye mis anubarrados pensamientos y hace lo de siempre: salir en defensa de mi archienemigo de turno. Es normal que esté así, dice, por el brote. Y es que, tras la Semana Santa y por culpa de cientos de personas que atestaron los bares a sabiendas de que así mataban gente –buenos ratos hemos echado–, en Osuna se han multiplicado los casos.
Comprendo a Sánchez, a los acusicas y a quienes reenvían cosas por el WhatsApp
Se desataron entonces los rastreadores, los de la Junta y los otros, que se dedican a lo mismo pero sin que nadie se lo haya pedido ni nadie les pague por ello. Movidos por la pasión y no el dinero, los segundos son mucho más vigilantes. Ahora tienen fichado a Mengano, porque lo diga o no, Mengano tuvo que ser contacto estrecho de Fulano. Y, sin embargo, míralo, en la calle como si nada. Y encima tiene la desfachatez de saludar. ¡Hola, hola! ¿Todo bien? Me alegro. Recuerdos a la familia.
Es agotador todo esto. Y a mí el agotamiento, también la influencia de mi mujer, me debilita. Y la debilidad me vuelve obediente y benévolo. Por eso, cuando regresa el dueño, sonrío y le agradezco que nos cuadre la sombrilla en esta tornadiza tarde primaveral. Y como se me han agotado las fuerzas y la mala baba, comprendo sus precauciones y no enciendo el segundo cigarro. De hecho, lo comprendo todo. Soy una especie de ser invertebrado que segrega comprensión. Comprendo a Sánchez, a los acusicas y a quienes reenvían cosas por el WhatsApp. Comprendo también a Simón, tan entrañable en su modo de fallar. Comprendo incluso a los chinos, pues de alguna forma tenían que echarnos la pata encima.
No me dura la bilis una cerveza en vaso grande, no me dura ni hasta el final de un artículo, cómo iba a hacerlo tras año y medio de pandemia. Que no fume, no fumo. Que no me junte con los que quiera que ahora te puedas juntar, pues no me junto. Pero dadle vosotros, desobedeced, que no os reblandezca la compasión, porque hay cosas peores que el coronavirus, y algunas las ha traído el virus consigo.
Los pensadores franceses Renaud Girard y Jean-Loup Bonnamy presentan un libro sobre el coronavirus en el que analizan las causas de la histeria colectiva en la que nos hemos instalado como sociedad.
La Resurrección no es un acontecimiento diurno, tuvo lugar de madrugada. No todos pueden verlo. Volveremos a amar y a bailar; la libertad, en realidad, nunca la hemos perdido. Porque creemos somos libres.