José María Contreras Espuny | 14 de mayo de 2020
No hay manera de aclararse en una época que rastrea las mentiras como un perro pachón, pero que no daría con una verdad ni aunque le cayera encima abriéndole la cabeza.
Primero, he de advertir que nací en un pueblo de la campiña sevillana y que, tras una década fuera recibiendo puntapiés, vuelvo –resentido o desengañado, depende del día– a estar aquí, donde la gente aún se casa frente a un altar y antes de cumplir los treinta; donde se siguen atando los huevos a san Cucufato y atosigando a san Expedito; donde las modernidades de entonces son las mismas modernidades de ahora; y donde todos aparentan, como poco, la edad que tienen. Por eso, cuando al principio del siguiente párrafo diga «de toda la vida de Dios», estaré exagerando, pero menos que la mayoría de españoles.
Pues bien, de toda la vida de Dios se ha dicho que los hijos son más de la familia de la madre que de la del padre; y no tanto por aquello de «los hijos de mis hijas nietos son; los de mis hijos serán o no», sino porque el mayor peso de la crianza recae sobre las madres, y ellas, como todos, tienden a la que fuera su casa. Y eso influye en los vástagos. En los míos se nota especialmente en el vocabulario, lo que no deja de ser como si me degollaran con mi propio puñal. Los picos, por ejemplo. Mi familia los llama ‘picos’, que es lo suyo, pero mi mujer, como mal aprendió en su casa, los llama ‘roscos’. ¿Qué hacen mis hijos? Lo esperable: poner esos ojos enormes que utilizan para mendigar, abrir su manita minúscula y pedir ‘roscos’, ¡roscos! De hecho, si en su presencia digo ‘picos’, se ensañan corrigiéndome.
Algo parecido sucede con los motes, muy frecuentes en casa de mis padres. Hasta que el niño no se bautiza, nos parece mucho nombre el de un santo para semejante criatura, así que lo etiquetamos con algo más humilde y provisional: Rorro, Norvietnamita, Lopolillo, Bilorio… Por el contrario, en casa de mi mujer se consideran execrables, porque pueden adherirse a una familia y pasar de generación en generación, desbancando incluso al apellido. Uno tiene un antojo en la mejilla y su biznieto sigue siendo Fulanito el Mancha. Así pues, tengo tajantemente prohibido poner motes a mis retoños, bajo pena de suspiros, bufidos, beligerancia no reconocida y miradas desaprobatorias. Por eso, cuando al principio del siguiente párrafo hable de mi hija Matilde como ‘la Concéntrica’, no será mote –es demasiado conceptuoso para serlo–, sino epíteto.
Pues bien, mi hija Matilde puede llamarse concéntrica por dos motivos. Primero, por su feminidad. Su gestación, a diferencia de las de José y Manuel, no fue un callejón sin salida. Y cuando pasen los años y algún desarrapado la engañe o ella engañe a algún desarrapado –que hay escuelas sobre el asunto–, mi hija podrá albergar vida a su vez. Y resulta especialmente concéntrico si echamos la vista atrás: Matilde (mi suegra) llevó dentro a Matilde (mi mujer), que hasta hace poco estuvo gestando a Matilde (mi hija). Una muñeca rusa de matildes. Y aunque diga mi suegra, mi mujer y mi hija, así formulado da la sensación de que mi participación se restringe al campo de los determinantes.
En segundo lugar, mi hija es concéntrica porque parte de su cuarentena como recién nacida ha coincidido con la cuarentena por el coronavirus. Mujer dentro de mujer. Cuarentena dentro de cuarentena. Y en un principio, fenomenal, porque tal vez la mejor etapa para estar encerrado sean los primeros meses de vida. Pero aquí entra un componente nuevo, una disonancia en la armonía concéntrica que llevaba mi hija consigo. Porque justo cuando ella aparece en el mundo, va el mundo y se deshace. O dice deshacerse; lo mismo da, porque a la postre el resultado es idéntico. Todo, salvo ella y sus hermanos, tirita, se espanta y decae. O dice decaer.
Pero eso ellos no lo saben. Matilde ni lo sospecha y sus hermanos se han vuelto unos descreídos por nuestra culpa. Al principio, con la novedad, su madre y yo lo utilizamos a diestro y siniestro: ponte los zapatos, que viene el bichito; recoged el cuarto, que viene el bichito; no le pegues a tu hermano, que viene el bichito… Todo conveniente, todo por su bien, pero basado en el engaño. Y, al final, han visto el truco y anoche se negaron a tomar el puré con el pretexto, muy seriamente formulado y respaldado por unas mijitas negras, de que el puré tenía ‘bichito-curavirus’. Y claro que no podían saber si había coronavirus en el puré, pero yo tampoco. Tal vez un calabacín con estornudo, una mefítica corriente de aire, una mosca –o un moscardón si ha de ser una gota de tamaño medio– posada en la cuchara… No hay forma de saberlo. Es más, como no ha habido noticia, entrevista, columna o comparecencia que se me haya escapado en todo este periodo, ya no tengo ni idea de nada.
Y eso es quizás lo que peor estoy llevando: lo amorfo de la situación. No hay manera de aclararse en una época que rastrea las mentiras como un perro pachón, pero que no daría con una verdad ni aunque le cayera encima abriéndole la cabeza. Pero ni una, ni por error. Y los periódicos buscando las excepciones de una regla que se ignora, ensartando amarillismo en titulares-anzuelo, rentabilizando la penumbra de una situación que no pueden o no quieren iluminar, dando pábulo a profetas que, tan precisos como un etcétera, dicen que el mundo cambiará para siempre, como si el mundo hubiera estado hibernando hasta la llegada del virus. Y bien estaría toda esta confusión si no fuera porque, ahora dicen, hasta las legañas de los niños pueden ser funestas.
El confinamiento parece un nuevo huésped, una nueva circunstancia que no es posible descartar que se repita, pero en la que tanto padres como hijos hemos percibido el privilegio que es vivir en familia.
Para el hombre, la supervivencia no es un mero hecho físico ni económico, y no sale del todo vivo de la dificultad quien no lo puede contar.