Carlos Marín-Blázquez | 14 de octubre de 2020
El nuestro es un tiempo quebrado por la discordia. Los mitos y las creencias que evocaban una pertenencia compartida han sido sepultados bajo el imperio de la banalidad consumista y la barbarie de las ideologías.
Hubo un tiempo en que el mundo se elevaba frente a la mirada del hombre investido de unos contornos más suaves. Si bien es cierto que las condiciones materiales de la existencia podían alcanzar extremos de una crudeza feroz, no lo es menos que las formas de la vida social poseían, en la mayor parte de las circunstancias, un decoro acendrado y unos perfiles nítidos y amables. Los avatares de la vida, las estrecheces cotidianas a que abocaba la pobreza, el miedo a la enfermedad y al dolor, la amenaza constante de la muerte, todo eso constituía la inevitable piedra de toque donde el hombre antiguo se sabía destinado a templar su carácter. En la medida en que los testimonios legados por la literatura y el arte compongan un cuadro fidedigno, hemos de dar crédito a la realidad de un tiempo en el que la gravedad de los desastres que periódicamente se cernían sobre poblaciones enteras no llegaba a comprometer su continuidad, ni a poner en entredicho el nervio vital que las animaba.
Las vidas -breves o largas, bendecidas por la abundancia y la salud o castigadas más frecuentemente por la menesterosidad y toda suerte de aflicciones- se asentaban de ordinario sobre un suelo de certezas estables. La relativa inmutabilidad de los valores era el correlato necesario al sentimiento que impulsa a trabajar la tierra y hace que de la comunidad de los hombres brote el deseo de hermanamiento y la consecuente alegría de vivir. Cada cual reconocía como propio el lugar que ocupaba. El oprobio de las desigualdades sociales era mitigado por la expectativa del consolador abrazo del amor de Dios, ante cuyo tribunal todas las almas deberán comparecer un día en una desnudez que las iguale. Entretanto, el transcurso del tiempo se sujetaba a la sucesión de esos rituales que, en el mundo católico, revisten la forma de los Sacramentos. «Eran ceremonias de proximidad, de comunidad y trato mutuo», escribe Fernando Muñoz en un artículo espléndido. «Las mismas ceremonias -añade- que destruye la actual victoria de la distancia».
Los acontecimientos se sucedían al hilo de una cadencia demorada. Si algún suceso imprimía en la vida comunitaria un imprevisto timbre de novedad, reposaba en la conciencia de las gentes el tiempo necesario para alcanzar su maduración y, una vez decantado su sentido, pasaba este a transformarse en una propiedad de las almas. Nadie había oído hablar del progreso. Se vivía para perseverar, no para cambiar. Una perspectiva de varios siglos no acarreaba modificación alguna en la psicología de un tipo humano cuya razón última de su paso por la tierra -dejando a un lado la cuestión primordial de la salvación de su alma- estribaba en transmitir a sus hijos el mismo fervor por las costumbres, lealtades y creencias que sus antepasados se habían esforzado en depositar sobre él.
Aunque sometida a tensiones, la estructura que sostenía este universo de relaciones se mantuvo, durante un largo periodo de la historia, intacta. Las grandes cuestiones se afrontaban desde la convicción unánime de que el bien representa una esfera accesible para la voluntad que se empeña en alcanzarlo. No se trata en estas líneas, sin embargo, de dibujar un espacio bucólico, un tiempo idealizado carente de conflictos y disensiones. Por desgracia, en la naturaleza humana hunden hasta lo más profundo sus raíces un cúmulo de inmundicias lo bastante profusas como para que evitemos incurrir en ninguna ingenuidad. Cabe, pese a ello, conjeturar esa época como un tiempo en el que, si bien las pasiones más turbias no habían sido purgadas, al menos se hallaban hasta cierto punto reprimidas por la vigencia de un orden en el que, por regla general, las nociones de bien y mal permanecían aún estrictamente delimitadas. Una época en la que la existencia de un espíritu común, de una cosmovisión fuerte y unitaria, no anulaba sin embargo la posibilidad de que, contra el hipotético determinismo de la historia, el genio individual surgiera y se expresara.
Ahora esa unidad se ha perdido. El nuestro es un tiempo quebrado por la discordia. Los mitos y creencias que evocaban una pertenencia compartida han sido sepultados bajo el imperio de la banalidad consumista y la barbarie de las ideologías. Nos acucia un malestar impotente. Inmersos como nos vemos en procesos cuyos flujos distamos mucho de controlar, sentimos que una corriente imparable nos arrastra. La impresión, en mitad de este vértigo, en medio de las demenciales aceleraciones a que nos somete el curso de la actualidad, es de que ya no existe un suelo bajo nuestros pies.
Y, con todo, seguimos necesitando ese suelo. En los contados instantes en que logramos distanciarnos de los apremios de lo inmediato, buscamos acomodar nuestra existencia a una escala más humana. Porque sospechamos que esa escala existe, y que alguna vez tuvimos noticia de ella. En otra época de nuestras vidas, quizá, cuando, de manera espontánea, nos poseía la certeza de que había un cierto orden en el mundo; o también en esos otros momentos de nuestro presente en que, por un azar de las cosas, de impoviso nos colma la dicha de intuir que todos los fragmentos encajan, los vínculos se recomponen y los hechos fluyen con una naturalidad y una armonía que suponen un desmentido íntegro a la proverbial aspereza del mundo.
Son destellos de una plenitud que se esfuma, pálidas insinuaciones de una fe a punto de desvanecerse. Pero son también -sospecho- el modo en que se nos hace llegar el aliento necesario para que podamos seguir habitando la Tierra.
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