Ricardo Franco | 15 de agosto de 2020
Nuestro hombre adulto y modelo de ciudadano cabal carga con el peso insoportable de una herencia que, a su vez, transmite a sus hijos, condenándolos al mortal aburrimiento de una existencia entregada al trabajo y a los ensueños gastronómicos de fin de semana.
De poder retornar al niño que alguna vez fue, el hombre adulto podría alzar de vez en cuando la mirada al cielo, y vería ese río plateado que fluye sereno y silencioso en el inmenso azul nocturno, tan parecido a una herida abierta por la que la eternidad se derrama y vierte el tiempo, fundiendo en una misma realidad lo visible y lo invisible. Y el mundo se mostraría por primera vez, casi sin veladuras ni sombras, como un fruto maduro que pende de su rama eterna, infinita, cuyo origen se pierde en la lejanía. Pero no, no ve nada.
El hombre adulto no se permite esas debilidades y evocaciones insustanciales; sólo ve puntos muertos de luz perdida y oscuridad sin significado alguno, ni reflejo de otra cosa. Al adulto no le interesan esas distracciones poéticas para almas cándidas, o algo peor: almas desocupadas, contemplativas y bohemias; que están «a verlas venir», siempre en otro mundo como, por ejemplo, yo.
Si el adulto no hubiera perdido por el camino aquella mirada nueva de su infancia, cuando se distraía con cualquier cosa y aprendía jugando a trabajar, como hace desde siempre su Padre eterno; o cuando el cansancio y las horas muertas no existían sino en los ojos tristes y vacíos de los mayores, vería claramente el brillo de esa raíz de un verde invisible y fecundo de la que nace la flor, sin saber por qué; o la cría recién parida a un mundo misterioso y atrayente.
Pero no, el adulto, el insoportable hombre de acción, tampoco ve nada de eso, porque se le ha atrofiado la mirada, y sólo ve objetos en movimiento y materia sin belleza ni valor alguno, excepto para su propio beneficio; para ser alguien medrando, ascendiendo en el escalafón que lo lleve a su venerada imagen del éxito, como el culto sagrado en cuyo altar debe sacrificarlo todo, incluso su más íntimo deseo. Porque el beneficio, amigos míos, es su verdadera pasión, y la medida, y la clave de interpretación de cada cosa que aparece ante su enturbiada vista.
Sin embargo, nuestro hombre adulto no nació así. Esa devoción enfebrecida, ese disloque del ansia le fue inculcado en el espacio vacío del que previamente habían arrancado de cuajo su niñez, cuando, en algún momento indeterminado, un padre competente o un maestro de la cacareada excelencia bilingüe esparcieron poco a poco ese aburrimiento vital al que llaman «ser realista», reduciendo el mundo, la vida y el corazón humano y su deseo, a un frío mecanismo del que tomar ciertos conocimientos «útiles» para un examen o para un sueldo, y unas reglas de apariencia moral y «saber estar», entre ley mosaica e hipócrita religiosidad a la que, cínicamente, llaman cristianismo sin serlo, cortando de un tajo -asesinando- esa relación natural entre el niño y la alegría de vivir, los afectos y los sentimientos, y el vuelo del gorrión o las flores recogidas para una amada que esperaba paciente en su castillo imaginario.
Así que, donde una vez hubo asombro, admiración, ligereza, maravilla, gratitud y espadas de madera, creció la semilla amarga de la construcción del «propio bien» en aras del deber, la tranquilidad económica, el futuro y la hipoteca; la economía y la defensa a ultranza del partido, y tantas palabras tan en boca de este hombre prematuramente viejo y ensimismado en su cuenta corriente y su autosuficiencia carente de ternura, tan típica del ciudadano que bien conocemos, porque, a menudo -seamos sinceros-, tiene nuestro propio rostro, y carga nuestra misma cruz.
Donde una vez hubo asombro, admiración, ligereza, maravilla, gratitud y espadas de madera, creció la semilla amarga de la construcción del «propio bien» en aras del deber, la tranquilidad económica, el futuro y la hipoteca
De este modo, nuestro hombre adulto y modelo de ciudadano cabal, buen padre y «amigo de sus amigos», que nunca roba ni mata, y tiene respuestas –bien aprendidas- para todos menos para sí mismo, carga con el peso insoportable de una herencia que, a su vez, transmite a sus hijos, condenándolos al mortal aburrimiento de una existencia entregada al trabajo –o al miedo a perderlo- y a los ensueños gastronómicos de fin de semana. Pero sintiéndose cada día más apagado y cerrado en su alma a esa melancolía, a esa tristeza que lo mira y lo interroga cada tarde al volver a casa y que, quizá, de atenderla un poco, le abriría a un suspiro doliente; a una especie de «pero, ¿la vida es solo esto y nada más?», y le recordara a aquel niño que, de pronto, en medio del juego se quedaba en silencio, pensativo, al descubrir por primera vez la densidad de algo que lo acompañaba y lo abrazaba en ese momento; o las sombras danzarinas de las hojas de los árboles sobre la tierra; o el soplo del viento arrancando un gemido a los campos de trigo, y se despertara, en los pliegues aún tiernos de su corazón muerto, un tembloroso deseo de volver, de retornar, de nacer de nuevo y abrazarse a aquel niño infatigable y lleno de vida, en el umbral luminoso de un mundo que ya no existe y no volverá.
Desde un principio, ha habido dos tipos de poesía, la que mira fuera de la ventana y la que mira dentro. Los libros modernos han abandonado la idea de que pueda haber poesía en las obligaciones.
De vez en cuando, levanto la vista y veo el gran desierto que se abre ante mis ojos. También yo, como vosotros, sufro este encerramiento para el que nadie estaba preparado.