Armando Pego | 15 de diciembre de 2019
Uno de los actuales lugares comunes más absurdos y divertidos es el que cataloga a las sucesivas hornadas de milenials y Z+n como “nativos digitales”.
Entre los libros de Léon Bloy quizás no haya uno más actual y exquisito que su Exégesis de los lugares comunes (1902). A Bloy, cuyo estilo inimitable nace de las fuentes de un profetismo de maldita integridad, le habría vuelto a encolerizar comprobar que esas frases hechas que utilizamos con horripilante buena conciencia se reproducen por metástasis en nuestros cuerpos sociales.
Exégesis de los lugares comunes
Léon Bloy
El Acantilado
376 págs.
24€
Al trazar Rubén Darío en Los raros la etopeya de este “emprendedor de demoliciones”, le apesadumbraba reconocer que “Léon Bloy ruge en el vacío”. Ingeniosos o furiosos, también clamamos en las redes sociales contra el guirigay de opiniones prefabricadas y comentarios mendaces, en medio de retuits y de likes o de exclamaciones jocosas reducidas a emoticonos en serie o a gifs vulgares. Aumentamos el ruido del vacío, pero ¿acaso alguien se atreve a rugir como Bloy? ¿Es todavía posible, sin tomárselo como una pose?
En el Prefacio al primer volumen de la Exégesis, Bloy concluía que “los más ineptos burgueses son, sin saberlo, tremendos profetas, que no pueden abrir la boca sin provocar una sacudida en las estrellas, y que los abismos de la Luz son inmediatamente invocados por las simas de su estupidez”.
No seré –no podría ser- ni tan agresivo ni tan agudo como el exegeta de aquel (contra)breviario de urbanidad, pero no puedo dejar de imaginar cuál sería su reacción ante esas expresiones que trufan cualquier conversación sobre las dificultades de aprendizaje de las “jóvenes generaciones”.
Entre ellas, uno de los actuales lugares comunes más absurdos y divertidos, que debe pronunciarse con un tono entre autoacusatorio y complaciente, es el que cataloga a las sucesivas hornadas de milenials y Z+n como “nativos digitales”. No acabo de entender cómo los vigilantes de la corrección política no han proscrito todavía una fórmula que parece aplicarse a los aborígenes de un continente recién descubierto. Seguramente la absuelve la voluptuosa profusión comercial con que se emplea.
Al oírla como un mantra, suelen entrarme ganas de comentar con mis interlocutores la habilidad en el uso de la pluma de ganso que disfrutamos quienes aprendimos a escribir con el boli Bic en el eón analógico de la EGB y en cómo adquirimos una destreza insuperable en el trazo de la letra miniada a través de aquellos inolvidables cuadernos de caligrafía Rubio…
Como si el uso de dispositivos móviles a edades cada vez más tempranas no sirviese sobre todo para reforzar el vulnerable narcisismo de la adolescencia, observamos con pasmada satisfacción la enorme rapidez con que sus usuarios aprenden a interactuar –que no exactamente a comunicar- a través de aplicaciones como Instagram, Telegram, Twitter, o cualquier otra acabada en -er o en -am. Será rentable y quizás hasta útil adoptar cualquier novedad del mercado, pero solo deberían considerarse esas aplicaciones instrumentos de una revolución de los hábitos educativos si se les reconociese a la vez su eficaz poder de destruirlos.
Tal vez también, al insistir en las posibilidades que abren las nuevas tecnologías, se confíe en poder aplazar el incontrolable pago del desmadre metodológico y la ausencia de retentiva de contenidos que amenaza con esclavizar el futuro de sucesivas promociones de “egresados” de la Universidad, esa institución que ha decidido suicidarse a plena inconsciencia de su función social.
Tengo experiencia en la enseñanza online con estudiantes de grado. A la mayoría, cuando les aseguro que me hago cargo de que no necesariamente deben actuar como “nativos digitales”, se les escapa un suspiro de alivio. Una parte de la docencia se escurre explicando que solo debe accederse a la plataforma por tal explorador, porque los otros son incompatibles o bloquean cookies; o deben abrirse nuevos plazos de subida de archivos con actividades por el jaleo que ocasionan el tamaño o los procedimientos siempre actualizables.
Los más ineptos burgueses son, sin saberlo, tremendos profetas, que no pueden abrir la boca sin provocar una sacudida en las estrellasLéon Bloy, Exégesis de los lugares comunes
Si la actividad no está “colgada”, no se puede evaluar nada que no deje “evidencia”. Los servicios TIC –ay, esos acrónimos- están listos para proporcionarnos también primeros auxilios ante los rictus apopléticos que nos producen los fallos informáticos durante los exámenes con el sistema lockdown. Y eso que disponemos de tutoriales y de pantallazos hasta para cortarnos las venas con el filo sintáctico de sus hojas virtuales…
Entretanto, algunas universidades han empezado a sustituir en sus webs la palabra “profesorado” por una abismal locución como “te van a dar clase”. De momento se oye a media voz que, de querer competir con las start-ups de formación del personal de las grandes empresas tecnológicas, la carrera docente deberá convertirse en una etapa más de la vida profesional (mientras no se encuentra ningún trabajo mejor, supongo).
En “Todo el mundo tiene más inteligencia que Voltaire”, Léon Bloy sentenciaba que “el sofisma es demasiado evidente. Lo que pide el Burgués es un nivel, ni más ni menos. Todo el mundo es él mismo, indefinidamente, a ras de suelo…”. Permítanme ahorrarles lo que pensaba sobre Voltaire.
Los recusantes ingleses recibieron el apelativo de papistas por negarse a reconocer la máxima autoridad real sobre el gobierno de la Iglesia.
Enrique García-Máiquez demuestra en su nuevo poemario, «Mal que bien», un espléndido dominio técnico y una refinadísima sensibilidad vital.