Ricardo Calleja | 16 de marzo de 2021
En un claro del bosque, al resguardo del acantilado que forma una garganta, arde cada noche un fuego de campamento guerrillero, donde se congregan las diversas milicias de la batalla cultural.
Ya lo he contado en otros lugares. Aun así, muchos no lo saben. En un claro del bosque, al resguardo del acantilado que forma una garganta, arde cada noche un fuego de campamento guerrillero, donde se congregan las diversas milicias de la batalla cultural. En una noche sin luna puede verse ese punto de luz naranja titilando entre los árboles desde la carretera, como un faro. Pero, desde la ciudad, esa pequeña luz es invisible, asfixiada por los neones y las farolas.
Para los que saben el camino secreto hasta ese lugar, el fuego da calor y permite ver los rostros que de día van enmascarados. Unos, con antifaz de anonimato. Otros, con mascarilla que es como una mordaza. No se alcanzan a distinguir sin embargo los uniformes de unos y otros, a veces de vistosos galones, otras veces de confusas manchas de colores miméticos.
Allí hay soldados de ejércitos extranjeros dispuestos a asaltar los muros de la Ciudad por la fuerza de las armas; eremitas intratables; guerrilleros emboscados de trabuco y pipa; monjes laboriosos y alegres, que alternan silencio y canto; granjeros de prole abundante más segura que los frutos de su campo; comerciantes que miden sus limosnas y gastan en las tabernas de la Ciudad, donde recogen rumores; funcionarios de Palacio, que acuden como Nicodemos bajo el manto de la noche; sacerdotes del antiguo Templo; docentes de la Academia de la Ciudad, y otros que enseñan en las escuelas extramuros; bardos y juglares, pocos, aunque todos saben las canciones de siempre; algún pintor y músico.
El fuego los congrega al caer el sol. No les promete una ciudad alternativa, ni un taller donde fabricar sus armas, sino tan solo un lugar de reposo y de encuentro, de iluminación tentativa y de conversaciones íntimas y persuasivas. Forman una comunidad deshilachada. Saben reconocerse cuando se cruzan de día por los caminos, en el mercado, en los despachos de palacio, y no necesitan de contraseñas ni de gestos esotéricos: les basta la luminosidad de las miradas, el acero templado de las palabras que no se desparraman.
No se juntan por que estén de acuerdo. Tampoco lo hacen para llegar a un consenso, para trazar una única estrategia de victoria. Ninguno pretende imponer su versión de los hechos, la exactitud de sus profecías. Cada uno sabe que caben muchas estrategias para reconstruir la Ciudad, que muchas de esas estrategias son compatibles o precisamente en sus fricciones, complementarias. Algunos tienen dobles o triples identidades, y sirven en guerrillas de noche, aunque de día se ganan un salario trabajando en negocios del enemigo. El recurso escaso es el tiempo y la atención; el gran freno, el miedo a perder lo poco que les queda, sobre todo lo poco que pretenden dejar a sus herederos.
Todo lo que no encaja en los propios esquemas, las voces que se levantan, los desprecios y algunos anatemas se resuelven al calor tibio del fuego, en la hoguera inextinguible de la cordialidad.
A veces, se asoma a la hoguera alguien con una nueva idea, o un proyecto. Tiene poco tiempo para hablar, y se le impone un estilo propositivo, donde la épica no está al servicio de una leva masiva, sino de una coalición temporal y precisa. Todos son testigos del acuerdo y ven cómo algunos se ayudan mutuamente a levantarse y rehacer sus hatillos, con una mezcla de pereza, miedo y entusiasmo. Los demás miran, algunos animan y aplauden, otros se sonríen con escepticismo, o se les nubla la vista con nostalgia de sus tiempos de vigor. Siempre hay quien los bendice, aunque por dentro no acaba de estar de acuerdo.
En la comunidad de la hoguera, la primera palabra la tienen los ancianos, los sabios. Después se deja hablar a los escribas y contables. Pero la última palabra la tienen los jóvenes, a quienes todos reconocen el derecho a cometer errores nuevos.
Si no sabías nada de esta emboscadura, o te parecen solo rumores, solo me resta invitarte a que busques tu hoguera más cercana, y que lleves leña y algo de beber. Si no la encuentras: enciende tu propio fuego y espera cantando y sin miedo a quienes se asomen desde la espesura para unirse a tu campamento nocturno.
Las dos almas de Carlos Aganzo, la de poeta y la de periodista, se despliegan en esta entrevista con naturalidad, en un baile de ida y vuelta que no pierde comba.
Defenderse siempre ha sido una manera natural de ser, de apostar por permanecer cuando se inicia una espiral de destrucción.